Título: Kentukis
Autora: Samanta Schweblin
Año de publicación: 2018
Editorial: Penguin Random House
Sinopsis: Distopía en la cual la gente, alrededor de todo el mundo, adopta una criatura manejada a distancia por un desconocido ubicado en un país lejano.
En el 2018 se publicó la segunda novela de Samanta Schweblin, titulada Kentukis. Esta obra ha abierto diálogos y reflexiones que problematizan la tecnología y el uso que se le da, sobre todo en lo relacionado a las relaciones humanas. Aquello ha llevado a que la novela se le enmarque de inmediato dentro de la ciencia ficción o la literatura distópica (Osorio 88); pero también ha despertado afirmaciones tajantes, como lo que propone Macarena Areco al declarar que Kentukis es una novela tecnófoba (Areco 241).
En no pocas ocasiones Samanta Schweblin ha tratado las relaciones humanas como algo problemático. La autora presenta al otro1 como una entidad ajena, a la que se puede afectar de muchas maneras desde la imposición. Por ejemplo, en el cuento “Nada de todo esto”, la madre de la narradora siente que hay algo perdido de ella en las casas de los demás, por esta razón intenta arreglarlas o configurar el orden de esos espacios ajenos a su gusto. Pero lo central es que, eso perdido en los demás, lo sustrae también en forma de objetos, al robar posesiones ajenas para luego enterrarlas en su patio.
Algo distinto ocurre en “Mis padres y mis hijos”, donde se muestra al otro como una amenaza inminente. El personaje de Marga, apenas vislumbra la posibilidad de que sus hijos se encuentren con sus abuelos paternos imagina lo peor y se desespera. Se relata de forma implícita que los ancianos sufren de algún tipo de demencia y por ello tienen actitudes incoherentes al contexto. Esto último es lo que más preocupa a Marga, ya que en el momento de la desaparición de sus hijos los ancianos se encontraban desnudos. Es el exceso del otro la amenaza real para Marga, esa exposición hiperbólica que parece meterse a la fuerza en el espacio propio. Marga y su nueva pareja diseñan una burbuja de seguridad, en función de alejar todo lo que parece nocivo o que amenaza con dañar su reconstituida familia. Esto incluye a sus abuelos, los padres de su ex esposo. A quienes describe como un peligro.
Sin embargo, es en “Un hombre sin suerte” donde se reflexiona a profundidad en cómo opera la confianza y el respeto en las relaciones humanas. En el cuento se relata la historia de una niña que accede a recibir ropa interior como regalo de un desconocido. El hombre la aborda en la sala de espera de un hospital, mientras ella aguarda a que sus padres salgan. Estos la dejaron ahí para hacerse cargo de su otra hija, que acababa de tomar un vaso de lavandina. De camino al hospital, el padre de la niña protagonista le pide su ropa interior, debido a que es de color blanco y funcionaría a modo de señal de urgencia para el resto de los automovilistas. El desconocido al enterarse que la niña se encontraba sin ropa interior el día de su cumpleaños, ofrece regalarle una prenda nueva de este tipo. Pese a que al final termina robándola de una tienda, el hecho de que la niña tuviera puesta una nueva muda se transforma para los padres en una prueba irrefutable del abuso por parte del desconocido. El relato desemboca en un enfrentamiento más abstracto que el ataque físico de los adultos del cuento hacia el desconocido, lo que acontece es el enfrentamiento del sentido común en contra de lo fortuito. Se defiende como natural un miedo a priori hacia el otro2.
Ese miedo es una distancia que se quiere delimitar ante el exceso del otro. La imposición, según Berenstein, es la acción del yo sobre un otro o viceversa, sin tomar en cuenta el deseo de quien recibe la acción. La distancia de separación es un medio de protección ante el otro que se impone (Berenstein 39). Para Byung-Chul Han, la concepción de respeto exige un espacio intermedio de distancia. El respeto: “presupone una mirada distanciada, un pathos de la distancia” (Han 13). Este autor argumenta además que el respeto es la pieza fundamental para designar lo público, ya que bajo la dirección del respeto se decide apartar la vista de lo privado (14).
Kentukis narra un conjunto de historias que giran en torno al fenómeno que le da título a la novela. Aquel fenómeno se resume a un juego de roles en el cual debe haber un mínimo de dos participantes, uno que interprete al “amo” y otro que funcione como un «ser» kentuki. Los primeros compran una especie de peluche robótico con conexión a internet, manejado por un desconocido. Los otros son el «ser» kentuki3, la modalidad que permite controlar a uno de estos muñecos, y que se obtiene a través de la compra de una clave de acceso.
La novela abarca cinco historias principales que culminan en las últimas páginas, y otras más breves que transcurren como muestra del funcionamiento de este mundo. En un comienzo, los kentukis no parecen ser más que un juguete controlado a distancia: “no era más que un cruce entre un peluche articulado y un teléfono” (Schweblin 26); pero a medida que avanza la narración, este fenómeno construye una realidad compleja, un ecosistema que de a poco se torna en una distopía4. Aquello se demuestra en la forma en que se masifican y cómo el mundo cambia alrededor de su uso. Aquello se demuestra en la forma en que se masifican y cómo el mundo cambia alrededor de su uso.
En este sentido, el relato de Grigor es un ejemplo concreto de esa complejidad. Él es un hombre adulto que vive con su padre, por lo que le apremia encontrar un nuevo ingreso económico. Contrario a la aproximación que tienen el resto de los personajes de la novela, él entra en contacto con el fenómeno solo como una forma de generar dicho ingreso. Lo que él hace es vender conexiones de «ser» kentuki según las características que se le exigen o que él mismo propone. Para él emerge una posibilidad de negociar con aspectos o fragmentos de la intimidad de los demás. Esas intimidades pertenecen a las personas que compran los kentukis enlazados a sus conexiones. Esto abre un espacio de marginalidad, debido a que no es algo que el mismo Grigor considere ético. De hecho, en todo momento él se encuentra a la espera de que una normativa frene su negocio, lo cual finalmente no ocurre: “No iba a esperar a que las benditas regulaciones internacionales llegaran a sacarlo del negocio, ya habían tardado demasiado” (201).
La marginalidad, entendida como aquello que ocurre al margen de la cara oficial de la realidad, o al margen de la cara visible, no solo forma parte de la línea narrativa de Grigor, este concepto está presente de una u otra forma en las otras historias. El mundo de la novela muestra que la integración de un nuevo sistema oficial presupone el nacimiento de márgenes a un costado de esa formalidad: “Poca gente estaba dispuesta a exponer su intimidad ante un desconocido, y a todo el mundo le encantaba mirar” (96).
El relato de Marvin, un niño guatemalteco que compra una conexión para un «ser» kentuki, en un principio se desenvuelve con el dispositivo que controla atrapado en la vitrina de una tienda local de electrodomésticos en Noruega. Su «ser» kentuki era utilizado como herramienta publicitaria, para llamar la atención de los que pasaban delante de la vitrina. Sin embargo, gracias a una serie de acontecimientos termina siendo “liberado” por una agrupación dedicada a sustraer los kentukis de sus amos: “Marvin oyó otro mensaje entrar a su casilla. Era una confirmación de ingreso al Club de Liberación” (128). Dentro de ese lugar, todos los que han sido liberados pueden vivir a sus anchas, con la única condición de pagar a Jesper una pequeña suma por los gastos. Este personaje, quien es el que dirige la agrupación, además les ofrece una serie de configuraciones o servicios para mejorar su experiencia como «ser» kentuki.
La libertad de acción y esparcimiento de la que goza Marvin en su vida en Honningsvåg, contrastada con la estricta y exigente vida que es obligado a llevar gracias a su padre en Antigua, hace que sus percepciones y emociones se desdoblen progresivamente. Llegando al final, la distancia entre los dos cuerpos (el del ser humano y el del dispositivo), se vuelve tan estrecha que sus sensaciones se confunden: “¿Qué haría si su padre le preguntaba qué estaba pasando? ¿Cómo le explicaría que en realidad estaba golpeado, que estaba roto, y que seguía rodando, sin ningún control, hacia abajo?” (194).
Valerie Osorio propone el término intimidades en red, para designar la posibilidad voluntaria o involuntaria de exhibir contenido íntimo cargado emocional y sentimentalmente en la esfera pública virtual (Osorio 89). Si bien, el caso de Marvin ejemplifica este fenómeno a un nivel menor, ya que los únicos que conocían información personal sobre él en la red eran los miembros del Club de liberación, en la novela también se relatan historias como la de Alina o Emilia. La primera es una joven, pareja de un artista reconocido. Ella y su novio viven en una comunidad hecha específicamente para personas dedicadas al oficio de crear y por eso ella decide comprar un kentuki, con la idea de que le haga compañía. Alina se considera a sí misma como una inartista. Según ella: “Su cuerpo se interponía entre las cosas protegiéndola del riesgo de llegar, alguna vez, a alcanzar algo” (Schweblin 56).
La conclusión de la historia de Alina evoca de forma más directa el concepto acuñado por Osorio, al quedar ella totalmente expuesta en los comportamientos que tiene con su kentuki. En un principio, Alina parece autoconvencerse de que la mejor forma de lidiar con la criatura es torturándola, demostrando su superioridad o imposición al interpretar el papel de “ama”. Sin embargo, lo más inefable —y lo que la paraliza en la conclusión de su relato— es encontrarse con aspectos de su persona que desde dentro no podía o no quería visualizar. En la muestra que organiza su pareja vive la perspectiva de la víctima, al tratarse la exposición de una experiencia inmersiva. Le aterroriza notar que no es ella, sino el niño detrás del «ser» kentuki quien sufre realmente: “Estaba ahí frente a las decapitaciones, paralizado de terror; estaba ahí la tarde en que lo colgó del ventilador, le cortó las alitas y, frente a cámara, las prendió fuego con el encendedor de la cocina” (Schweblin 219).
Por otro lado, la historia de Emilia toca este punto de las intimidades en relación a su inexperiencia en la red. Ella, al igual que el común de su generación no se ve muy familiarizada con el fenómeno al cual se ve arrojada gracias a su hijo. Emilia se presenta como una anciana, desconectada de lo que ocurre en la red. Con suerte le es posible comunicarse con su hijo; alguien en apariencia muy ocupado y que siempre está de viaje. Es él quien le regala una clave de acceso para un «ser» kentuki. Emilia, al ingresar y maniobrar desde su computador el dispositivo, comienza a formar un vínculo muy estrecho con su “ama”, Eva. Al comienzo, cuando solo comparten el departamento Eva y la versión «ser» kentuki de Emilia, forjan una relación de intimidad aparentemente cercana, incluso ambas organizan su rutina en función de compartir tiempo: “A Emilia le parecía que la chica empezaba a acostumbrarse a ese horario tardío pero regular en el que ella despertaba al kentuki” (41). Sin embargo, ese acercamiento cambia repentinamente cuando Eva inicia una relación con un hombre llamado Klaus y él también se hace parte de la dinámica de convivencia en el departamento. Emilia se alarma al ver ciertas actitudes de Klaus que considera cuestionables e intenta contactar con Eva para advertirle. No tiene éxito y al poco tiempo, Emilia recibe de regalo un kentuki similar al que ella controla. Las intimidades, esos espacios de distancia que se estrechan terminan cerrándose, pese al supuesto conocimiento adquirido por Emilia al tener una perspectiva “bifacética” (de ama y «ser» kentuki). En el final de su historia descubre que la forma en que ella planteaba su vínculo con Eva no representaba algo recíproco. Contrario a lo que creía, Eva la veía como un pasatiempo o algo de menor relevancia, por eso se burla de ella con las pocas palabras que le dirige directamente: “Emilia… —sabía su nombre—, me gusta mucho, mucho, su ropa interior de vieja” (207).
Adriano Fabris describe que, pese a lo difusa que puede llegar a ser la concepción de lo virtual, este siempre es un espacio mediado por la intención, en el cual se acepta “seguir las reglas” de la estructura virtual. Toda decisión nace de esa aceptación (Fabris 44). Los personajes de Kentukis no se ven arrojados al mundo virtual, la iniciativa es fruto de su deseo, aunque sus motivaciones difieran. Fabris argumenta que por esto las motivaciones de decisión se encuentran en el exterior (47). Grigor crea su negocio motivado por la necesidad de ingresos económicos: “Estaba seguro de que, a cambio, el plan B lo sacaría de la mala racha y lo pondría otra vez en el juego” (Schweblin 57). De forma similar le ocurre a Marvin, que compra un clave de acceso para evadir un poco la represión en la que transitaba: “No aceptaría, al menos no en esa otra vida, volver a quedarse encerrado” (32). En el caso de Enzo, el kentuki en un principio se le presenta como un requerimiento para el desarrollo de su hijo, en la opinión de la psicóloga del niño y su ex esposa: “Es un paso más para la integración de Luca” (33).
El aspecto potencial de la virtualidad, según Fabris, adquiere la autonomía suficiente para retroactuar en contra de la actuación y pensamiento humanos, en función de determinarlos posteriormente. Esto se debe al poder de atracción de lo virtual, capaz de abarcar aquello que se encuentra en el “exterior” (Fabris 49). En consecuencia, se argumenta que toda realidad es “potencialmente virtualizable”, lo que hace verosímil que las historias de Kentukis sean tan diversas y la novela transcurra como un flujo ininterrumpido de muchas narrativas. Quien protagoniza la novela no es un ser individual, sino un colectivo: la humanidad. La relación de lo “exterior” y lo virtual emerge desde la diversidad, la compone como vínculo (13). Por ello, nadie en Kentukis tiene una vida similar a la de otro personaje y todos terminan, de alguna u otra forma, afectados por la virtualidad.
Establecer a la humanidad como protagonista de la novela, podría llevar intuitivamente a visualizar a la tecnología o a lo virtual en un papel antagónico. En este sentido, es entendible la tesis de Macarena Areco, la cual afirma que Kentukis es una novela tecnófoba: “lo que aparece es el miedo a la tecnología, no por lo que ella misma es, sino porque saca lo peor de sus usuarios, la violencia, el fetichismo, la perversión, la alienación, el exceso de confianza o la paranoia” (Areco 240). Sin embargo, ella misma reconoce el rol de los usuarios en las dinámicas que describe, por lo que cabe preguntarse si esa tecnofobia se expresa victimizando de alguna forma a la tecnología o si se presenta algún hecho en el que la tecnología como entidad se ve vulnerada por la humanidad, o viceversa, para entender el antagonismo que argumenta.
Por ejemplo, en la historia de Alina se podría decir que ella ejerce violencia hacia artefactos tecnológicos que median lo virtual. Pero el verdadero fin de ella es ejercer violencia en contra de Sven y de quien se encuentra detrás del «ser» kentuki: “Alina dejaba sus marcas y Sven las ignoraba tan abiertamente que era claro que sí las notaba” (Schweblin 149). El kentuki de Alina es el vehículo en el cual ella comienza a depositar sus afectos. Para Valerie Osorio, el problema no se encuentra netamente en el kentuki como dispositivo u objeto tecnológico, sino también en su estética que facilita la conexión afectiva con él; aquello, sumado a su funcionamiento, que impone una dependencia y la lógica de su producción y distribución (Osorio 90), le dan a este fenómeno una dimensión mucho más profunda que la pugna entre la humanidad y la tecnología.
Negocios como el de Grigor dan cuenta de lo que Valerie Osorio llama turismo ontológico, en función de “establecer una relación entre vigilancia, intimidad y mercado” (95). Por un lado, se encuentra el frenesí de la atención, en quienes están dispuestos a pensar la intimidad como un fenómeno colectivo con un afán de exposición. Del otro lado, aparece el mencionado turismo ontológico, que se presenta como la participación en una realidad ajena “sin contacto físico y sin inversiones distintas a la mirada” (95).
Pero aquella mirada no es pasiva, eso se demuestra en el desarrollo de toda la novela. Si esta interacción se agotara en la simple observación, la novela no tendría conflictos. Es pertinente recoger lo que dice Byung-Chul Han, para este autor la comunicación digital deshace las distancias, al remover los límites de lo privado y lo íntimo (Han 14). El ingreso de la esfera privada a la virtualidad hace potencial además cualquier tipo de vulneración, ya que —reitero— el peligro no está en la tecnología, sino en sus usuarios; por lo que declarar Kentukis como una novela tecnófoba es quedarse en la superficie.
La confianza y el respeto van ligados a lo nominal, debido a que ahí se ubica el reconocimiento. Por tanto, el anonimato destruye al respeto (15). Esto coincide con el comportamiento del kentuki de Emilia, quien la expone ante Eva y Klaus al final de su relato. Lo mismo con Marvin, dejar de lado su identidad e incluso su corporalidad le lleva a fusionar las sensaciones virtuales con las “exteriores”. La excesiva falta de distancia conduce a Grigor a abandonar su negocio, el hecho de enterarse de intimidades demasiado profundas del otro le hace querer renunciar. En el caso de Alina, que su kentuki fuera anónimo le facilita la tarea de romper ese espacio de respeto entre ellos, no ver la cara que hay detrás le ayuda a deshumanizar al otro.
La segunda novela de Samanta Schweblin propone romper la distancia desde el anonimato, a partir de roles fijados tácitamente dentro de la virtualidad que ofrece el fenómeno kentuki: la potencial relación de dos desconocidos. Cada interacción en la virtualidad emerge de la intencionalidad y es motivada desde el “exterior”. Sin embargo, es necesario recalcar que: “La falta de distancia conduce a que lo público y lo privado se mezclen” (14). Al exponer la intimidad en la esfera pública de la red se pierde el medio de protección que es el respeto, y el otro tiene la oportunidad de imponerse por sobre el yo. Por tanto, la autora nuevamente propone una reflexión sobre ese potencial enemigo ajeno, en este caso como una especie de paranoia; porque el fenómeno descrito es aparentemente omniabarcante, lo que hace imposible no reflexionar del estado actual de nuestra propia relación con la tecnología.
Notas.
1. Isidoro Berenstein desde el psicoanálisis establece dos dimensiones en el vínculo con el otro: el semejante y el ajeno. El primero “se asimila mediante la identificación, la cual tiene mucho de imaginario y hace a su apariencia similar a quien le hace la oferta identificatoria” (2004: 34). En cambio, la ajenidad se presenta con la concepción de que “El sujeto y el otro no son partes de una supuesta unidad ni tampoco constituyen una sumatoria, sino que componen una situación de dos, a ser pensada desde el Dos, y han de requerir operaciones distintas, una de las cuales es la imposición” (35).
2. Igualmente Berenstein propone que el conflicto vincular con el otro aparece porque “El sujeto se mueve entre la impotencia de anular o ser anulado por el otro y la omnipotencia de hacerlo desaparecer en su fantasía o desaparecer en la fantasía del otro, de aceptar su ausencia o, en casos extremos, crear condiciones en la realidad para que se concrete esta fantasía de desaparición, como ocurre en forma extrema en el crimen” (73).
3. Utilizaré este término a lo largo del ensayo, esto se debe a que dentro de la novela también es usado para referir a las conexiones hechas por personas que operan un Kentuki.
4. Luis Miguel López Londoño (2015) establece que la distopía es la antítesis de la utopía. Ambos son proyectos sociales y políticos irrealizables; aunque en la distopía radica la idea central de una entidad que vigila y controla todo.
Bibliografía
Areco, Macarena. “Violencia, subjetividad y tecnofobia en Kentukis de Samanta Schweblin”. Orillas, no. 9, 2020, pp. 235-242. Web. 7 Oct. 2022.
Berenstein, Isidoro. Devenir otro con otro(s). Ajenidad, presencia, interferencia. Buenos Aires: Paidos, 2004. Impreso.
Fabris, Adriano. “Ética de las relaciones virtuales”. Diálogo Filosófico, vol. 33, no. 97, 2017, pp. 37-50. 7 Oct. 2022.
Han, Byung-Chul. En el enjambre. Barcelona: Herder, 2014. Impreso.
López Londoño, Luis Miguel. “La novela distópica. Aproximaciones desde el lenguaje y la comunicación”. Escribanía, vol. 11, no. 2, 2015, pp. 31-38. 7 Oct. 2022.
Osorio-Restrepo, Valerie. “Intimidades en red: exhibición y vigilancia en Kentukis de Samanta Schweblin”. Perífrasis, vol. 12, no. 24, 2021, pp. 87-104. 7 Oct. 2022.
Schweblin, Samanta. Kentukis. Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial, 2018. Impreso.
Juan Cofré. Nacido en Temuco y actualmente residiendo en Santiago. Se desempeña como Profesor de Lengua y Literatura y ocasionalmente trabaja en proyectos de literatura independiente como autor y editor.
Imagen de la entrada: “Kentukis” (Random House), de Samanta Schweblin.