1. bat
Un grito desesperado. Un grito unísono. Del dolor, solo queda volver a buscar los colores.
La horrorosa escena de una guerra, deformada a través del pincel de Picasso, es una pintura clásica de la historia universal. Miles de libros dedicados al arte contienen una copia entre sus hojas y, más de alguna persona habrá visto en diversos tamaños, la pieza que recuerda los momentos del bombardeo que sufrió la ciudad ubicada en Euskadis (País Vasco), a manos de la Legión Cóndor Alemana, esa jornada de abril de 1937.
Un hecho histórico que marcó a España. Una herida de la guerra, que muchos creen que, sin la inspiración del artista, habría quedado en el olvido, frente a la vergüenza que el mismo franquismo intentó ocultar, rearmando la ciudad de aspecto cotidiano, que visité una calurosa tarde de septiembre, y de la que hoy sólo quedan imágenes y algunos refugios antiaéreos.
La obra original se encuentra protegida en el Museo Reina Sofía en Madrid.
2. bi
Días antes de viajar a la capital donde impera el castellano, me obsesioné con observar la Guernica. Razones sobraban.
La primera fue el descubrimiento sanguíneo con Euskadis. Olave no es un apellido sevillano, como pensé en su momento. Fue mi error relacionar a mi descendencia con la tierra del fruto del olivo. Eneko, un cientista político de Bilbao, a quien conocí en Portugal, me indicó que pertenecía al País Vasco. Incluso, un pueblo de no más de 50 habitantes portaba el apellido, muy cerca de la ciudad de Guernica.
Le pregunté a Eneko qué sabía del cuadro. Me contó cómo fue el bombardeo, y las consecuencias emocionales del desastre en los sobrevivientes y sus herederos. La más simbólica fue la sobrevivencia del roble de Guernica.
Cuando las bombas cayeron sobre el pueblo, la vida en la ciudad se transformó en polvo. Más el roble resistió. El árbol donde los Señores de Bizkaia prometieron jurar y defender las libertades del territorio, apareció entre la niebla de las bombas, estoico. Un símbolo refuerza su historia.
Miro la pintura y me pregunto si Picasso dibujó en algún lado el árbol. Sin cuestionar al maestro, considero relevante su mensaje. Pero no está.
3 . hiru
Intento recordar lo primero que sentí al ver el Guernica en un mural de mi universidad. Una réplica inexacta, ubicada en un pasillo donde es difícil apreciarla. Era una imagen cotidiana, recuerdo de un estudiante caminando por pasillos comunes. También ví una copia al fondo de un living, a través de una ventana de Zoom. Esta vez en papel fotográfico, adornaba la casa de una amiga neuróloga.
La nostalgia me acompañó en la espera para entrar al Reina Sofía. Llegué temprano a la estación de buses de la capital, una madrugada de febrero. Caminé en medio de ráfagas de viento de invierno, hasta llegar a la Puerta de Atocha, la estación de trenes, donde me cobijé del frío, hasta que abrieran las puertas del museo. Fui uno de los primeros en entrar, cuando las nubes aún no cedían algún rayo y, tras conseguir un ticket gratuito con mi carnet de estudiante, comencé mi búsqueda.
Ubicada en el segundo piso, la sala 205 es la única del recinto que no admite fotografías. Resguarda la historia de Guernica y la década de los ‘30 en España, con otras piezas que explican la participación del país en la Exposición Internacional de 1937 en París.
4 .lau
Caminé en una velocidad aceptable para un recinto de reflexión, con tal de ser de los primeros en ver la obra ese día. La Guernica es custodiada por dos guardias mujeres sobre los 60 años, quienes con radios en mano, comunicaban a sus pares los movimientos de los turistas, de todos lados del mundo, cumpliendo su deseo de ver la pintura.
En una pared gigante, la obra se siente tan fresca como cuando Picasso la pintó. En la misma sala, existen esbozos de las ideas centrales, bocetos de la pintura, y líneas trazadas en el taller n.º 7 de la rue des Grands-Augustins, donde el artista se encerró a crear la obra.
Todos estos rimbombantes datos, inexplicablemente, no me permitieron disfrutar del blanco y negro trazado en la pieza. Quizás desaproveché la oportunidad, no escuchaba la canción correcta en la playlist, o simplemente me faltó un conocimiento mayor.
Me quedo quieto unos minutos, antes de que la guardia me pida que me mueva. Me pierdo disociando mi mente en los colores. Miro una pintura más grande que yo. Intento absorber un sentimiento, más no conecté con su dolor.
Creo tener una excusa. Tras dos horas mirando pinturas de otros grandes genios que se conservan en el museo, la rapidez del recinto atacado de obsesivos compulsivos, buscando la foto perfecta para publicarlas en las redes sociales (incluyéndome), se mueven buscando resguardar el momento para compartirlo con otro que avanzará sin apreciar lo que el emisor podría disfrutar, si deja de lado el aparato. La foto fragmenta el alma de las obras materiales dispersas por los pisos.
Una absorción rápida de cultura, afectada por el ritmo turístico actual.
Llega a la sala.
Busca la pintura.
Mira unos minutos.
Mirala de otro lado.
Comparte la obra con otro turista que viene acechando tu paso.
Toma rápido una foto.
Publica una de las fotos en tus redes sociales.
Continúa caminando.
En la sala, una fila horizontal de 7 metros se genera al frente del Guernica. Algunos turistas toman las fichas de consulta sobre la sala, dispuestas en las paredes, tanto en español como en inglés. Yo también tomo una. Anoté la información en mi mente, y caminé hacia otra sala que ya no recuerdo. Convertí a la pintura en un dato sobre mi paso en Madrid.
Que no se malentienda. Nadie me quita la alegría de haber visto el Guernica. Simplemente, no me atrapó. No soy un ser insensible. Me ví asombrado por el centro de Lisboa, la primera vez que lo ví al subir por las escaleras del metro hasta aparecer en la Praça Dom Pedro. O quedé sin palabras al caminar hacia la boca del diablo de las las cataratas de Iguazú. Con el cuadro sentí decepción. No sé si de mí, o de lo artificial que se vuelve el arte contemporáneo en sus mausoleos. Me olvido un rato del arte. Conservo a la pintura entre carpetas imaginarias.
5.bost
Pasaron dos meses. Es sábado. Tengo planeado salir de fiesta.
La noche coincide con celebraciones en mi residencia, luego que el Real Betis volvió a ganar un título tras 17 años. Yo me uno a la fiesta. Tras ver los penales y celebrar junto a amigos españoles, caminé hacia una fiesta universitaria en la Real República Boa-Bay-Ela. Una de las residencias universitarias clásicas de Coimbra celebra su “centenario” 66. Todos pueden entrar. Hay estudiantes europeos, adultos que alguna vez fueron residentes del hogar, y otros nostálgicos habitantes que regresan por la camaradería.
Compuesta de dos pisos y un sótano, es en los cimientos de la República donde está la sala que funciona como pista de baile. Con un puesto de cerveza, donde puedes beber por aporte voluntario, los intrusos bailarines se escabullen entre paredes que se contraen y expanden entre más se llena de gente.
La música es buena, pero el DJ cambia de golpe las canciones. Interrumpe el movimiento del cuerpo, liberado por el ritmo. La luz es escasa. Entra por la ventana del fondo, que es iluminada a su vez por el poste de la calle.
Observo todo eso hasta encontrarme con el Guernica al frente mío. La réplica de un estudiante portugués que vivió en la República es pequeña, más logra impactar por las luces de navidad de un solo color, colgadas en las esquinas de la pintura.
Las luces se prenden por escasos segundos hasta oscurecerse de golpe.
Esta vez, la contemplación es distinta. Las luces de navidad se vuelven bombas en mi imaginación. El ritmo del beat electrónico son las balas que destrozan a las personas y animales que lloran frente a mí.
Los segundos de luz son tan escasos que me concentro en los detalles. Dejo de bailar.
Miro el toro, al hombre implorando en un costado. Oscuridad.
Otra bomba, la casa en llamas. Escucho gritos. Son de euforia, o de miedo.
Una madre carga a su hijo muerto en sus brazos. Otra vez, oscuridad.
La pintura me escupió sangre negra, o fue un borracho lanzando el resto del vino que le quedaba en su vaso.
Todo toma sentido. El horror cruzó el trazo del pintor. Vi el gris del pueblo, a familiares lejanos que portan mi apellido, gritando, sufriendo. Veo todo eso. Las luces se prenden y se apagan. Mi cuerpo intenta reaccionar, pero ya no estoy aquí. O sea lo estoy, pero mi imaginación me contiene en el vaivén de la pista.
Estoy en Guérnica presenciando el horror, viendo las fuentes de agua que resistieron a las bombas. Paso por cuerpos de animales mutilados, algunos gimen debajo de los escombros.
Estoy en una tortura de blanco y negro.
Ricardo Olave Montecinos nació en Temuco en 1997. Periodista de la Universidad de La Frontera (UFRO). Ha trabajado en medios como Culto en La Tercera, LaRata.cl o El Austral de La Araucanía. Publicó “Enclaustro” (Tortuga Samurái, 2022), su primer poemario. Uno de los poemas es parte del libro Poesía en Tiempos de Crisis, organizado por la Ufro, junto con ser parte de la selección de cuentos de la edición 2021 de Araucanía en 100 palabras. Actualmente reside en España.
Imagen de portada del texto proporcionada por el autor