Un estruendoso ¡beep! me hizo despertar sobresaltado, sin mirar comencé a dar manotazos intentando apagar el despertador hasta que lo logré. Aquel pitido era insoportable pero el silencio que inundó la habitación lo fue aún más. Giré mi cabeza hacia la izquierda y repetí aquel pensamiento matutino: ¿para qué una cama tan grande?, podría venderla al viejo Rodrigo del piso de abajo, le daría un buen uso con alguna de sus amantes y con ese dinero me podría comprar una más pequeña. Utilicé aquella fuerza de voluntad que me quedaba de la noche anterior para poner mis pies desnudos en el suelo, estaba frío, eché un vistazo por la ventana y el Volkswagen rojo seguía estacionado en el mismo sitio. Al mirarlo recordé aquellas tardes en las que mi padre llegaba del trabajo, me elevaba en sus brazos y me preguntaba: ¿quieres ir a dar un paseo, chiquitín? Siempre íbamos al Parque Ecuador en Concepción. Siempre en aquel Volkswagen rojo. Al darme cuenta de que estaba perdido en mis pensamientos, volví a mirar el reloj, ya eran las nueve. Caminé lentamente hacia el baño, me miré en el espejo, estaba más delgado, casi podía ver mis costillas, una barba descuidada se lucía en mi cara. Me alejé del espejo dando pasos hacia atrás, sin quitar la mirada de aquel desgraciado. Intenté orinar, pero estaba vacío, empecé a masturbarme cerrando los ojos y recordando aquella película pornográfica que vi cuando era joven pero tampoco funcionó. Tal vez estaba muerto.
Ya no me quedaban demasiadas cosas en la despensa: pan duro con mermelada era el desayuno que me acompañaba todos los días. Mientras comía, revisé uno de los periódicos que tenía guardados. No había nada interesante y tampoco sabía qué encontrar, creo que dentro de mí había alguna esperanza de que algo fuese distinto pero claramente eran las mismas noticias de siempre, una sopa de letras y una tira cómica de política. Pensé en revisar los anuncios en busca de un trabajo, sin embargo, ya había gastado aquella fuerza de voluntad en levantarme de la cama, además, ya habrían encontrado a alguien más apto.
Miré el reloj de la pared, se había detenido a las cuatro de la madrugada. Encendí la radio: un anuncio sobre lavadoras. La apagué.
Prendí un cigarrillo, el sabor amargo, irónicamente, endulzó mi paladar y el humo que salía a bailar desde mi boca comenzó a relajarme. Siempre que fumo, la recuerdo. Cómo le gustaba fumar, lo primero que hacía en las mañanas era ir al balcón a fumarse un cigarrillo, con esa bata que hacía resaltar su esbelta figura. El olor al tabaco quemándose llegaba al cuarto, me levantaba para ir a preguntarle cómo durmió y me saludaba con aquella sonrisa que aceleraba mi corazón. Su desayuno consistía en un pan tostado con mermelada de frutos rojos, un café y un cigarrillo. Mientras yo me ponía el abrigo para ir a trabajar, ella se acercaba a mí, me abrazaba por detrás y me susurraba un «te amo», yo me giraba, tomaba su rostro con mis manos y nos dábamos un largo beso de despedida. Esto fue así durante once largos años.
En una de esas oportunidades, después de aquel beso, me dirigí a la fábrica de textiles, llevaba 15 años trabajando ahí, se ganaba bien y podía vivir feliz, hasta habíamos barajado la posibilidad de tener un hijo, si era hombre se iba a llamar Adrián; si era mujer, Daniela. Aquel veinticuatro de marzo salí a la misma hora de siempre, llegué al departamento, saludé al viejo Rodrigo y subí las escaleras hasta el quinto piso. Ingresé la llave y abrí la puerta lentamente, el departamento estaba en silencio, las luces estaban apagadas, supuse que ella estaba durmiendo así que comencé a caminar en cuclillas e intenté hacer el menor ruido posible, con la esperanza de poder sorprenderla con un beso y luego llevarle la cena a la cama. Sin embargo, al abrir la puerta del dormitorio vi sus pies desnudos en el aire, levanté la mirada lentamente y grité, sus ojos, ya vacíos, seguían abiertos, además, logré reconocer mi cinturón alrededor de su cuello. Entre llantos caí de rodillas, abracé sus pies y rogué porque fuese una pesadilla. Bajé su cuerpo para posarlo en la cama, tomé su mano helada y, en un intento absurdo y terco, le supliqué que despertara, le supliqué por Daniela, le supliqué por Adrián, le supliqué por mí, pero al igual que con el periódico, era una esperanza irracional. Me había levantado con la intención de llamar a la policía pero mis ojos se encontraron con una carta sobre la cama. Gozaba de aquella caligrafía tan cuidada y delicada que la caracterizaba, en ella le pedía perdón a su madre y a mí, los recuerdos se me tornan igual de borrosos que la vista. Después de llamar y esperar a la policía, me hicieron preguntas, me preguntaron si ella era feliz y no dudé en decir que sí, pero ahora me carcome la idea de que no lo haya sido, de haber cometido un error del cual no me haya dado cuenta, o peor, de no haberme dado cuenta que ella ya no quería nada más. A pesar de todo, el caso se cerró al poco tiempo, todo quedó como un «simple suicidio».
Nuevamente miré hacia afuera y ya era de noche, dejé la colilla en el cenicero junto a las demás. Como todos los días volví a la cama, me arrodillé, rogué por el perdón de Dios y recé por horas para que este fuese mi último día en la Tierra. Siempre admiré su valentía, yo jamás podría imitar su decisión, no por voluntad propia. Me acosté y dormí hasta que un estruendoso ¡beep! me hizo despertar sobresaltado.
Cristóbal Godoy Bastías (2001). Nació en Talcahuano, Región del Biobío. Publicó un plaquette de poesía titulado «A riesgo de parecer miserable» (2019) con la Editorial Cola de Gato. Actualmente está estudiando Psicología en la Universidad Andrés Bello en Concepción.