En otoño de 1930 comenzaba mi retorno a Traiguén, a reunirme con mi padre y mi hermano luego de seis largos años. No por vacaciones, cumpleaños, ni siquiera un paseo de fin de semana. Mi regreso era una puesta a prueba por ser el educado, el señorito, el depositario de los sueños familiares, el primero en cambiar el trigo y el molino por la administración y las matemáticas. Mis temores, tormentos, mi propia culpa estaban adheridas a mis promesas, promesas que esperaba no cayeran como las hojas de ese otoño con tintes invernales.
Mientras continuaba mi viaje, en Traiguén la situación del molino “La Esperanza” no parecía mejorar. El proyecto familiar languidecía, siendo víctima de los facilismos de mi hermano Juvenal, quien al parecer no escuchó las historias de nuestro padre respecto a lo arduo que fue construir “La Esperanza”: sobre las dificultades y complicaciones, sobre las ocasiones en que fue necesario tomar el camino más largo, matar la inmediatez y suprimir deseos fugaces. Poco de eso queda a esta, ahora, incierta esperanza.
Continuaba el espinoso viaje en ferrocarril. Hojas caídas teñían los rieles de amarillo, rojo y castaño. Llegamos a Malleco, cuya puerta principal es Renaico, “agua de cueva” y penúltima estación. Renaico me recuerda a mi madre, adoraba este lugar. Aunque soy hijo de un matrimonio cariñoso, Renaico se transformó en el refugio solitario de mi madre. En ocasiones, cuando era un niño, veníamos juntos, solo los dos a pasear y bañarnos en la laguna Huelehueico, mientras mi hermano se quedaba con mi padre ayudándolo en los quehaceres del molino. Pensé bajar y pasear por el pueblo, pero el tiempo no lo permitía, los pasajeros estaban a bordo y la locomotora comenzaba su marcha.
El sueño con mi madre finalizó por el abrupto aviso del auxiliar, quien anunció la llegada a Traiguén. Al parecer había dormido justo al salir de Renaico y ya me encontraba a minutos de arribar a la estación. El cansancio me impidió estar despierto para contemplar las afueras de Traiguén, pero me permitió viajar un instante acompañado de mi madre y despertar inmerso en mi tierra natal.
La locomotora detuvo sus motores y mientras caminaba para descender, vi a mi padre quien se aproximaba raudo a la puerta, como si ya tuviese órdenes que darme. Extraño momento, sentía nervios y a la vez regocijo por estar en casa, como un hombre distinto al que partió de Traiguén. Con posibilidades de seguir otorgándole esperanzas a La Esperanza y no ver desfallecer el negocio, parte de la identidad de nuestro padre, quien desde niño se forjó en el trigo, el sudor y los sacos de harina. Sin recursos, con más esfuerzo que conocimientos, con más expectativas que experiencia.
Mi padre fue generoso al permitirme estudiar, pero siempre ha esperado este momento, mi retorno ilustrado a casa. Sin embargo, conocí a otros que desde pequeños sus rumbos ya estaban definidos, los negocios de sus familias debían seguir en funcionamiento, por lo que experimentar en la universidad o con proyectos paralelos, nunca fue una posibilidad. Ese destello de confianza que mi padre me entregó al apoyarme con mis estudios fue el que intenté despertar nuevamente, para que considerara mis ideas, mis nuevas ideas para el molino La Esperanza.
Apenas puse un pie fuera de la locomotora, mi padre me recibió con un abrazo. Estaba delgado y canoso. Hacía poco que había cumplido los setenta años, pero el tiempo jamás hizo que abandonara su buen gusto por la ropa. Lucía un elegante traje de gasa color gris, un sombrero y su inconfundible reloj de bolsillo. Mi hermano Juvenal estaba igual que siempre: despreocupado por su imagen y algo más gordo. Siempre fue un mamarracho.
– Bienvenido hijo. ¿Se movió mucho el tren?
– Padre, Juvenal, que alegría verlos, la verdad hace tiempo no salía de Santiago. Sabe que hasta venía durmiendo. –Respondí.
– Que bien pues. Juvenal, llévale las maletas a tu hermano. –Señaló con su habitual tono que no contempla negativas, de todos modos, quise ponerlo a prueba.
– Pero papá no se preocupe, mi equipaje es muy liviano.
– Deja que tu hermano lleve tus maletas caramba –Juvenal obedeció, tomó mis maletas y se las llevó al auto. Actitudes como esas me dejaban claro que me encontraba en Traiguén, en mi casa y con mi padre.
A pesar de que en Europa comenzaba una fuerte crisis que estaba teniendo cierto impacto en Chile, en Traiguén se seguía respirando progreso. Desde la ventana del vehículo pude apreciar que no solo habían carruajes, sino también automóviles como el moderno Ford A, locales comerciales de todo tipo: ropa, telas, panaderías y varias compradoras de avena y trigo. Mucha gente circulando –donde los suizos eran los más fáciles de identificar– todos con algo que hacer, todos ocupados, pareciera que acá no vive el ocio ni viene de paseo. Mi postal de tranquilidad pueblerina se tornaba cada vez más borrosa.
Mientras continuábamos el viaje a casa, aprovechamos de repasar los problemas del molino, que claramente obedecían al desorden administrativo y a la ausencia de control sobre lo que se compraba, procesaba y vendía. Todo se basaba en el cálculo, en el ojo de mi padre y especialmente de Juvenal, responsable de estas tareas.
–No ha sido fácil Gabriel, entre Juvenal y yo no es mucho lo que podemos hacer. El negocio es grande, pareciera que la plata rinde menos, además el gobierno nos tiene botados. De granero de Chile a Traiguén no le queda mucho. Tengo confianza en lo que puedas hacer hijo. –Decía mi padre, mientras Juvenal, con el ceño fruncido, se dedicaba a ojear el diario local “El Colono”, sin decir palabra alguna.
Mientras más cerca estaba de casa, más nítidos eran los recuerdos: la parcela de nuestros vecinos Dalidet, los numerosos y fuertes encinos, el pedregoso camino que obligaba a cabalgar más despacio –y ahora disminuir la velocidad del automóvil– el pequeño estero donde mi hermano tantas veces me arrojó mientras jugábamos, el pasoso perfume de los jacintos y finalmente el viejo portón que inauguraba el amplio y verde jardín, ahora salpicado con crujientes hojas secas.
Ahí estaba mi casa, mi hogar. Al entrar ya no crujían las hojas, sonaba la madera del piso, cada paso hacía temblar los muebles, las puertas con tragaluz y la licorera que tintineaba. Me detuve a contemplar el living, pero me interrumpió con un cariñoso abrazo Rosita, empleada de la familia desde antes que yo naciera. Ella fue muy importante en nuestras vidas, especialmente cuando la salud de mi madre no pudo batallar más y nos dejó.
Era hora del almuerzo y la mesa estaba servida. Comenzamos con una enjundia de gallina, changle en conserva, ensaladas y pan amasado recién hecho. Mientras intentaba concentrarme en la comida, mi padre retomó nuestra conversación sobre La Esperanza, criticando el trabajo de Juvenal. La discusión dejó en evidencia los múltiples problemas que han tenido estos años. Por suerte apareció Rosita con uno de mis platos favoritos: carne a la olla con papas cocidas y un regalo del otoño: alcachofas.
Con la comida de Rosita pocos deseos tenía de hablar de trabajo, pero mi padre insistió en que me pronunciara. Sugerí la necesidad de visualizar ingresos y egresos, identificar nuevos proveedores y hasta pensar en clientes adicionales de la región y el país. Mi padre asentía y me solicitó que cuando me hiciera cargo de la administración, explicara a Juvenal todos los cambios que realizaría a La Esperanza.
–Yo estoy viejo y no sé cuánto tiempo me queda. Necesito que mis hijos y nietos sigan con el molino, que tanto tiempo y esfuerzo me ha costado. –Señaló mientras terminaba una copa de vino.
…
De esta forma, tras dos meses trabajando e interiorizándome en el funcionamiento del molino, pude darme cuenta de que existían aspectos mucho más complejos de los que pensaba. Eran casi mil trabajadores, recolectaban trigo en sacos y lo apilaban en el granero, luego había que limpiarlo de impurezas como piedras, tierra y otros granos, además vaciarle agua para aumentar su nivel de humedad. Luego todo el trigo se iba a la molienda una y otra vez, hasta extraer la harina que finalmente era distribuida a panaderías y compradores de Traiguén, Temuco y sus alrededores. Ello requería de varias tareas que no se aprenden en la universidad: compra y mantención de materiales, camiones, poner atención al cultivo y cosecha del trigo en las casi quinientas hectáreas de mi padre.
De todos modos, fue fácil mejorar algunos procedimientos: redacté un sencillo sistema de contabilidad, prospecté los gastos que tendría el molino por los siguientes cuatro meses, reasigné roles y horarios de trabajo para optimizar el funcionamiento de la mano de obra. Además, pude identificar potenciales clientes y algunos proveedores. Sin embargo, este tiempo de trabajo en La Esperanza confirmó mis sospechas. El negocio no sería sostenible de la misma forma por mucho tiempo, ya que la demanda de harina se encontraba estancada y el número de productores era cada vez mayor. Llamé a mi padre y a Juvenal con motivo de hacer una recomendación muy trascendental para el molino y la familia. Mi propuesta era construir una fábrica de pastas, un negocio distinto, con más valor agregado y posibilidades de expansión. Les argumenté que en Traiguén no existían empresas similares y en Temuco solo estaba la fábrica de fideos de don Carmine. Además, al tener un molino no partíamos de cero. Las pastas se hacen del mismo trigo, pero incorporando otro tipo de trabajo. Incluso era posible hacer una alianza con otros molineros para asumir de mejor forma un proyecto de esta naturaleza.
Mi padre escuchaba atentamente, pero Juvenal no escatimaba insultos y burlas frente a mi propuesta, en señalar lo equivocado que estaba, de lo mal que me había hecho la universidad y desconectarme de las labores del campo. Algo de razón tenía ya que mi padre no esperaba escuchar sugerencias como éstas y señaló las dificultades de enfrentar un negocio en el que no teníamos experiencia, las complicaciones de asumir nuevos costos, lo inaceptable de trabajar junto a otros molineros ya que todos eran mentirosos, la posibilidad de fracasar y terminar en nada. La frustración de mi padre era evidente y también la sorpresa de Juvenal al ver su negativa, situación que se traducía en un pequeño triunfo sobre mí. Mi padre muy desanimado se levantó y me dijo que no podía transformar la Esperanza a una empresa que podría conducirlo a la ruina.
– Comencé este molino haciendo lo que sabía y ampliando cuando se podía, no considerando meses malos ni “inversiones” como dices tú. Gracias por tu trabajo, necesitaba orden en el negocio, pero no cambiarlo a una empresa de tallarines. –Señaló severo. Terminó de tomar el té en silencio.
Esa misma tarde hice mi equipaje. No quise molestar a mi padre así que decidí caminar a la estación de trenes y aprovechar de estar un momento más en Traiguén. Sin embargo, Juvenal tomó mi maleta y ofreció acompañarme, bromeó diciendo que tenía ganas de tirarme al estero. Era obvio que quería subirme el ánimo. Nos fuimos conversando, trataba de disculpar a nuestro padre por no considerar mi propuesta.
–El viejo con los años está más mañoso. Acuérdate cuando le dijiste que querías ir a la universidad. Estaba más enojado que ahora, pero igual terminó haciéndote caso.
–Tienes razón Juvenal, pero ahora lo veo más difícil. Además, pienso que no estabas tan equivocado, quizás la universidad me tiene muy alejado de cómo funcionan las cosas acá. – Respondí.
–Quizás sí, pero quizás no, total el de las buenas notas siempre fuiste tú –Señaló riendo y pegándome un suave coscacho en la cabeza.
Fue muy grato, al escucharlo pensaba en todas las ocasiones que sus ideas fueron opacadas por nuestro padre, marginándolo de las decisiones importantes y en ser comparado de mala forma conmigo. También recordé que desde niño Juvenal nunca pudo destacar ante nuestro padre. Como él mismo decía, yo era el de las buenas notas, el inteligente, el que debía ser profesional. Al menos por este momento, ambos éramos iguales.
Mientras caminábamos por el centro, recordando anécdotas de nuestra niñez, nos detuvimos a contemplar un moderno camión Chevrolet de seis cilindros que descargaba mercadería para un gran almacén. Nos acercamos, y grande fue nuestra sorpresa, al percatarnos que en las cajas se podía leer: “La Nueva Proveedora. Lucchetti y Bassi”, provenientes de la empresa de unos famosos colonos italianos. Las pastas de la capital ya estaban entrando a La Araucanía.
Patricio Andrés Padilla Navarro (Temuco). Fue coordinador del Libro: Manual del Fracaso de Guido Eytel (2019). RIL Editores. Fue autor, junto a Álvaro Murga, de la historieta breve: Martes Hoy, publicada en la Revista Zur de la Universidad de La Frontera (vol.3 n°1)