Y el que graba no hace nada – María (Un cuento de navidad)
El pino de plástico adorna la casa con un arcoíris en el cielo blanquecino que observo con detenimiento descansando en el sillón del living-cocina, donde la matriarca prepara la ensalada rusa con el pollo horneado, la mística de las fechas de fin año resuena en los arrabales. No pedí regalo. No tengo internet. Jugué toda la tarde en la calle con mis amigos. Cuando entré a la casa, estaba distinta la mirada de mi madre, debe estar cansada por el ajetreo de la noche de paz, después de todo, debe ser difícil encontrarte sola cocinando cuando siempre te dijeron que el natalicio de Jesús es para la familia. Siempre me cuenta de sus frustraciones cuando llegan las fiestas, los fines de semana, con la cabeza entumecida por los litros de cerveza y los dolores destilados en el alambique que puso entre mi existencia y su cariño. Pero creo, en parte, que todo es producto de cómo se van dando las cosas, el azar y las malas decisiones le dijeron que las emociones deben ocultarse de las bestias deslenguadas que habitan las calles, porque no se puede confiar en quien pone la supervivencia por sobre las cuestiones morales que rigen el mundo lejos de estas viviendas sociales. Pero no entiendo. Fue un día soleado, me reí mucho, y eso que hablo poco, para no molestar y esas cosas. El vapor de la olla dispersándose en el techo me aturde con la idea de que algo habita la bruma de esta casa. Es la misma sensación que tuve hace un par de semanas, cuando me encontraron jugando con el revólver que mi padrastro ocultaba en mi ropa por si había que resolver alguna trampa con quien le dijera lo contrario. Muchos años antes de que naciera, estaba sellado mi destino, desde que el amor ocultó las fragancias de la correspondencia en el pozo de la semilla podrida de nombres apostólicos para expropiar las suciedades del hijo bastardo.
No conocí a mi padre, y por cosas de la vida, heredé todos sus rasgos en el rostro, sumado al ensimismamiento que pareciera ser una constante desde que tengo uso de la memoria sintetizan mi existencia al recordatorio de que no pertenezco a esta familia. Pero no me complico la vida por pequeñeces. Me levanto del sillón y comienzo a caminar hacia el patio, la casa es acogedora y solo me toma un par de segundos llegar hasta el fondo para escalar al techo por el muro de contención que delimita la parte trasera de la vivienda. Subí, y el sol siembra el arrebol detrás de los aguiluchos que escollan en los postes de la cima de un cerro, esperando que los perros despejen el basural de abajo, en la escalera. A lo lejos, en la parte alta, se asoma la silueta de un hombre borracho, camina tambaleándose, con la mirada fija en el piso, se detiene por un momento y vomita gritando como si hiciera fuerza desde el culo hasta la boca, de tal modo que el eco de sus quejidos llamaban la atención desde el llano. Comienza a bajar como si en sus hombros hubiera unos hilos titiriteros controlados por las frustraciones que sobrevuelan su cabeza, de adelante hacía atrás y viceversa. Su figura es más notoria, a medida que avanza, con el hocico embadurnado de porotos, es el hombre de la casa. Me apresuro a levantarme del asiento y volver al sillón, entro y en la mesa descansan 3 latas cerveza, mi madre revuelve la olla, sobre el verbo, comunico:
– viene curao – mira la pared y suspira, no dijo nada.
Me muevo al baño para contemplar mi rostro impasible y seco frente al espejo, sin embargo siento una tensión en los pómulos que reniega de transformarse en risas o llanto. Mi mentón mira al techo, y mis ojos se dilatan en el reflejo, mientras imploro que el que habita el cristal me cambie un ratito para desaparecer. Oigo el sonido de la madera del portón arrastrándose por el cemento. Me lavo la cara y voy a abrir la puerta, de par en par, mis sentidos están alerta, giro la chapa y la puerta me golpea la canilla producto del movimiento marcial del macho contra la entrada, me cruzo para saludar y me aparta con la pierna, balbucea un par de insultos y se dirige a la pieza. No hubo saludos. Se levanta, y vuelve a la cocina para agarrarle el culo a mi mamá, ella lo aparta y siento su mirada por el rabillo del ojo:
– Otra vez veni curao, no te importa nada – en su voz no hay enojo, más bien decepción.
– Y que te importa a vo perra culia, creí que te mantengo a tu cabro chico pa que no me querai soltar el culo – entre gritos y babeos de un perro rabioso, con todos los músculos de la cara contrayéndose hacía el entrecejo. Se ofusca y camina hacía donde estoy solo para darme una cachetada y mandarme a limpiar el patio. Ya lo había limpiado. Solo caminé hacía el patio. No había luna esa noche. Los gritos de mi madre se confunden con la algarabía de las calles y lo único que puedo hacer es mirar para otro lado.
Luego de un rato vuelvo a entrar a la casa, y abro la puerta de la pieza, las paredes están rotas, es el rostro de ella, se desgarra en las lágrimas y la tristeza, apenas nota mi presencia, el hombre sentencia que es mi turno, no alcancé a percatarme del momento en el que entre en la pieza y en el que estoy en la cama recibiendo palmetazos y patadas. No lloro. Me acomodo en posición fetal para reducir el daño y defenderme de las arremetidas del cuero, del olor a vómito que emana de los balbuceos y las risas que soltaba mientras embestía una y otra vez apuntando al bulto que tenía tendido en la cama. Dejé de pensar en eso. Solo caigo en cuenta de que tenía que hacer algo, para mi suerte, seguía borracho, por lo cual no fue muy difícil, aunque sí doloroso, escurrirme por un costado de la cama para tomar el teléfono del velador y salir corriendo hacía el living a esconderme en el recoveco que quedaba entre el sillón para tres y la pared. Desde aquí, se veía el árbol de navidad tintinear un villancico, no tengo mucho tiempo. Marco el número de los tombos y doy mi dirección, los gritos del fondo y mi voz acongojada describen la emergencia. Fruncí el ceño, cerré los ojos, me mordí la boca, abolí el llanto y corté.
– ¿Dónde estás, mojigato de mierda? – Guardé silencio.
– Te voy a sacar la conchetumare, amariconao, hijo de la puta – Guardé silencio.
– Y vos maraca culia puta, me cagaste la vida perra culia, con tu hijo culiao mojigato lo que más odio son los mojigatos y vo criai al cabro chico así por andar buscando pico en otros lados weona mara… – suena una cachetada, guardé silencio.
– ¿Dónde está la pistola?, ¿dónde está la pistola mierda? – Salgo corriendo de mi escondite y abro la puerta principal, salgo al portón y le grité a mi mamá que llame a los pacos. El hombre se asusta, me golpea un par de veces en el portón, antes de salir corriendo. María llora. Yo también.
A la media hora, llega la yuta vestida de tortuga y con lumas con arena, patean el portón con los ojos desorbitados preguntando por el hombre. Pero María los manda para otro lado.
A los dos días el hombre volvió a casa. Los escucho follar mientras piensan que estoy dormido, porque si me despierto me retan, solo pienso en que faltan 4 días para año nuevo.
Vendaval
La vida fugándose sobre un río que no suena
y arrastra el ataúd de un niño muerto
No hay mausoleo para el alma creyente y devota
de la naturaleza asaltada e imperante al corazón,
Inherente a los límites, y a las dificultades
desde que naces
En la periferia de Temuko
La inocencia corre, más no juega
Porque mientras caminas
Algo más grande patea piedras a tu andar
Para que te tropieces antes de que
te des cuenta de que no basta con darlo todo
La esperanza del futuro está siendo asesinada
¿Qué diría, con cuántas lágrimas Gabriela? ¿Qué dice el santo padre?
¿Cuántos cuicos se inscribirán a techo? ¿Dónde estaría tomando Neruda?
¿Estaría Huidobro, si las palabras fueran dinero,
orgulloso de cómo llegas a fin de mes?
Ihy no será musa cuando te asalte el hambre
mientras eres objeto de estudio o inspiración apolínea
Y el ripio te moja los pies
Y el brasero está vacío
Y tienes el pelo húmedo y los mocos colgando
Y el techo se vuelve un ave carroñera escapándose
Del vendaval
Felipe Sebastián Pérez Cid (1998). Nacido bajo el vuelo del Mariposa, en la parte de la ciudad que se oculta del desarrollo, tras el cerro, el 19 de julio de 1998. Nací parte de los sin nombre y absolutamente prescindible, desarrollé un gusto al terror cósmico y a los poetas malditos en 2007, entre otras experiencias de hampones que no le incumben a la academia, pero sí a la literatura. El hecho más importante de mi vida es mi madre, María, y mi hermano, Benjamín. Estudiante de Pedagogía en Lengua Castellana y Comunicación en la Universidad Católica de Temuco. Editor revista Observatorio [19]