Los poetas chilenos de principios del siglo XX no hablaban del futuro. Hablaban del universo que contiene a cada hombre y que cada hombre contiene, un universo atemporal y constante. Accediendo a las palabras adecuadas, un habitante de las cuevas de Altamira podría haber dado con un poema de Rosamel del Valle. Los recovecos de la consciencia modulados por las fuerzas de aquello que vemos no difieren significativamente entre el asombro ante una bestia formidable o ante un edificio de proporciones propias de otros mundos. ¿Por qué pensar que la experiencia de un pastor de ovejas de hace treinta siglos frente a las maravillas de la gran Babilonia han de diferir de las mías, mientras camino por el laberinto de cuyas paredes emerge la Ciudad?
Es por eso que sigo buscando a los poetas chilenos nacidos entre 1880 y 1915. Quizás haya otros, lo sé. Pero a mí me hablaron de los poetas chilenos y es a ellos a quienes busco. Busco a Rosamel del Valle, busco a Pedro Anguita, busco a Enrique Lihn, busco a Pablo de Rokha, busco a Juan Luis Martínez, y los busco entre el vapor que se escapa de las alcantarillas que alimentan a los que viven a mil metros de los callejones malolientes.
Para los que no lo sepan, que son pocos, lo explico. La Ciudad es enorme y como todas las ciudades tiene barrios que son buenos y barrios que son malos. En los barrios buenos hay parques y grandes espacios que el sol recorre sin obstáculos. Los altos edificios ocupan islas cuyas bases son otros edificios; centros comerciales o vastos depósitos que reemplazan lo que sería un laberinto de callejuelas oscuras. En los barrios malos, en cambio, los altos edificios crecen sin orden y sus bases forman las paredes de los callejones que ahora recorro. Los ricos, que son menos ricos que los ricos de los barrios buenos, viven en los pisos más altos y no bajan si no es estrictamente necesario, es decir nunca, o casi nunca, porque las carreteras se cuidan de no llegar al nivel del suelo y los restaurantes y otros servicios se instalan en grandes terrazas que cubren el sol allí donde por ventura podría alcanzar nuestro mundo.
Entre esos callejones busco a los poetas chilenos de principios del siglo XX. Entre el neón que anuncia prostitutas y alcohol los busco. Y lo que podría ser una metáfora no es, en realidad, una metáfora. Todo comenzó en la tienda junto a los chinos que no cierran nunca. La tienda más parece un pasillo mal iluminado. La dueña es una anciana coreana que debe rondar los cien años. Contra una de las paredes del pasillo se extiende un mesón que no termina antes de que la tienda termine. Sobre el mesón pueden verse una diversidad de objetos que hacen del todo imposible decir qué es lo que vende la anciana. Muñecas rotas, adornos de navidad, figuras de greda, pequeños animales tejidos, vasos, cucharitas de cobre, tarjetas de memoria, enormes clavos oxidados son algunos ejemplos de su variopinta mercancía. Cerca del final, ya lejos de la última bombilla eléctrica, está lo que me cambió la vida; revistas y viejos libros de papel.
Aquella primera vez, algún pequeño dios quiso que diera con una edición de 1978 de un libro de Rosamel del Valle. Con ambas manos lo tomé y lo acerqué a la bombilla. El Pájaro Verde, se leía en la portada. Estaba a punto de abrirlo cuando la anciana coreana puso sus ojos de halcón sobre mí.
– ¡Hey poeta! Gritó.
La miré sonriendo, extendiendo el libro hacia ella como una ofrenda. Entonces sus ojos se apaciguaron y dijo:
– Puedes llevártelo si en una semana me traes dos más como ese. No pago mal.
Y aunque yo sabía que la anciana coreana no solo debía pagar mal, sino que muy mal, no tardé un segundo en sellar con fuego sagrado el contrato invisible que se me presentaba.
En casa supe que Rosamel del Valle era atemporal y me di un momento para pensar en el tiempo y la literatura. En los que escriben sobre las cosas que pasan y los que escriben sobre las cosas que nos pasan y en cómo yo prefería a los segundos sin siquiera pensarlo. Razoné largos minutos sobre la invariabilidad de la condición humana, la superficialidad de los artefactos y la incapacidad de los eventos de penetrar en aquello que nos hace quienes somos.
Si tuviera dinero podría tomar el tren tubular a Londres y estaría en sus calles mil veces devastadas en poco más de quince minutos. ¿La inmediatez de la experiencia londinense con respecto a este momento haría que mi visión del cosmos difiera de quien toma un carruaje para ver lo que no ha visto nunca? Y ya que hablamos del cosmos, ¿el haber sido testigo (un testigo lejano y empobrecido) del levantamiento de las bases marcianas, de vehículos abriéndose paso por los mares helados de Europa, de la explotación de cometas y del descubrimiento de vida en aquella roca que nos visitó hace tres años para luego perderse en el vacío, hace de mi valoración de las posibilidades que encierra el universo algo diametralmente distinto de la valoración de aquel que, a la entrada de su caverna, sintió vértigo al enfrentar el cielo nocturno?
Incluso la posible excepción a la regla me merece algunas dudas. Hablo de los implantes biotecnológicos que modifican (mejoran, dicen algunos) nuestra relación con el mundo. “Leer” libros en instantes, reconocer y asociar formas con experiencias comunitarias y globales dando luz a intrincadas conexiones que nos permiten pensar en lo impensado, disfrutar de emociones concentradas presionando un botón o simplemente pestañando, habitar cada detalle de recuerdos precisos durante horas o días, en fin, ir más allá de lo que pudimos hacer durante milenios debería -afirman muchos- separar de forma definitiva nuestra experiencia de la de nuestros antepasados.
Entonces se me da pensar que todo aquello no son más que extrapolaciones, complejizaciones de lo mismo, saltos dentro de un territorio que no podemos dejar porque nosotros somos el territorio. ¿El chamán que hace 2 mil años bebió su néctar alucinógeno no pensó también que recorría otros territorios? A veces me gusta creer que todo lo que está en nuestras manos no puede alejarnos de lo que nuestras manos están destinadas a hacer, las mismas manos que pintaron figuras en paredes de piedra hace más de 60 mil años y que pronto tocarán las rocas de fuego de Mercurio.
Desde aquel día mis vagabundeos por los callejones malolientes de la Ciudad tienen sentido. Busco a los poetas que hablan desde dentro, aquellos que, cuando dicen charco dicen todos los charcos desde que el hombre es hombre, cuando dicen hormiga hablan de la hormiga que se perdió en una de las grietas de uno de los pilares del templo de Atenas y de la que ahora cumple sentencia en los laboratorios marcianos, y los busco para que una anciana coreana me de lo que tenga que darme para seguir buscando.
Felipe Foncea, novelista viviendo cerca de Curacautín.