¿Cuál es la diferencia entre no hacer nada un 22 de febrero y un 9 de marzo? Ninguna, afirmaba intentando autoconvencerse. Necesitaba reafirmar esa idea porque si no estaría otro día entero sintiéndose inútil.
Tomó un colectivo al centro y ahora esos 600 pesos que a partir del 15 de marzo serían 700 le dolían. Recordó que todavía tenía su pase escolar, pero usarlo sería aceptar que fracasó en la vida. Pagó y guardó los 400 pesos de vuelto en su billetera. Estaba sentada en el asiento de atrás, atrás del conductor, escuchando la conversación que este tenía con una señora de pelo castaño que iba sentada a su lado.
Conversaban del taco en las mañanas. Eso le volvió a recordar los pocos días funcionales que tuvo los primeros días de marzo. Vio el taco, vio a la gente volver, retomar el 2020, el super lunes de marzo que nunca continuó con la pandemia. Esta vez ella decidió por cuenta propia no continuar su trabajo en la escuela donde estaba trabajando y entrar en una cuarentena personal.
Se volvió a sentir desganada y miró por la ventana, sacó su celular y miró las historias de Instagram. Avanzó hasta que vio una que le llamó la atención: una foto de la torre Caupolicán, en un día nublado. Casualmente, ella iba pasando por la torre Caupolicán también y también estaba nublado. Puso su teléfono en la ventana y comparó las dos torres, la escena parecía una foto de Pinterest.
Abrió la foto, había sido subida el 9 de abril del 2021. Pensó en qué estaba ella en esas fechas cuando su sufrimiento más grande había sido que le sacaran una muela porque se le rompió por el bruxismo. Todavía no terminaba la U. La foto de La Escritora contaba en su pie la historia de cuando se vino a vivir a Temuco. Ella se pudo sentir identificada con todo ese pie o al menos con la mayoría porque si bien nunca se había ido de La Araucanía era primera vez que vivía en Temuco. “Las casas de cuatro chicos a los que besé; todas las shady plazas en las que me escondí a los 15. Ya estoy tan grande y tan poco me importan esas historias que hasta las contaría, pero no ahora”.
Esa parte, “tan poco me importan esas historias que hasta las contaría” le hacía pensar en que sus pocos problemas amorosos y su pasado muy lejano amoroso ya no importaban, no ocupaban espacio en sus problemas de adultez tardía, ya no le importaba salir con alguien, no le importaba comerse a alguien ni acostarse con alguien.
En cambio, la última parte del pie de foto quedó resonando en su cabeza como otra de las frases reveladoras que habían llegado a ella en marzo: “Esta mañana me despertó una voz suave que dijo mi nombre, como si me conociera desde siempre. “Levántate. Son las 6 de la mañana, eres una mujer joven en una ciudad joven y tienes que escribir”. Entonces y ya que no tenía nada mejor que hacer, me levanté y escribí”.
El colectivo dobló en Claro Solar, pasó por una cafetería. Se quedó mirando unos segundos la vitrina y un café recién servido. Había tomado desayuno en su casa porque ya no podía darse ese gusto. Tenía que aceptar que cada cosa que compraba era menos en lo poco que le estaba quedando en su cuenta Rut.
Para salir de su casa tenía que tener un objetivo por muy tonto que fuera. El de ese día era ir al oftalmólogo, no iba hace ya casi cuatro años. Le gustaba ir al oftalmólogo. E.J, el mismo que la había atendido siempre. Le gustaba ir porque sabía lo que tenía que hacer, sabía lo que le haría y lo que sucedería. Sabía comprar el bono en Fonasa y se apuró en hacerlo porque todavía estaba afiliada (no se actualizaban sus datos de cesante). A diferencia de antes, mostró el bono con su teléfono a la secretaria, la misma de siempre.
─Siéntese en la silla ya la van a llamar.
Se sentó y pensó en sacar el libro que estaba leyendo, pero no pasaron ni dos minutos y E.J salió de su consulta y la llamó por su nombre y apellido. Entró y dejó sus cosas en una silla. El doctor le habló con familiaridad, como si se acordara de ella, después de todos esos años, quizás la recordaba. La primera vez que se atendió con él tenía 8 años y ahora casi 20 años después quizás si se acordaba.
Le pidió los lentes y ella comenzó a hacer un tick mental a las fases de la consulta. Pensó disculparse por la suciedad de los cristales de sus lentes y recordó que siempre decía eso así que prefirió guardar silencio. Se puso a pensar en qué venía después.
─Siéntate acá.
Se acordó, ahora tenía que ver la casita en medio de la pradera, ya iba a acomodarse cuando E.J le pidió que acercara su cara a la máquina y se mantuviera allí. Después de todo no se acordaba de lo que iba primero y lo que iba después.
Esperando ver la casa en la pradera fue interrumpida por el doctor que puso en su cabeza una máquina que parecía un juego de simulación en 3D. Ni siquiera tuvo que esforzarse en enfocar la figura que era un globo aerostático, fue cuestión de segundos y el doctor tuvo el aumento ideal para ella. Le puso los lentes ridículos y encendió la máquina con las letras del abecedario.
─A, F, D, P. ─Deletreó ella.
─Perfecto, no te aumentó nada, si quisieras ya podrías operarte.
─O podría seguir ocupando los mismos lentes porque no tengo plata. ─Pensó ella, pero le respondió con un ─Bacán.
Siempre imaginó que el día en que le anunciaran que su aumento se había detenido para siempre, estaría en otra etapa de su vida. Una etapa estable. Se iba a ir de la consulta, pero quiso hacerle una pregunta, algo que había querido preguntarle a E.J hace cuatro años.
─Sabe, tengo un lunar en el ojo, o sea no sé si es un lunar, pero tengo una mancha como de sangre en el ojo izquierdo, ¿qué será?
E.J le pidió que se sentara de nuevo en la silla de la máquina. Alumbró su ojo y le respondió ─Ah en la carúncula. A ella le hizo gracia el nombre y le respondió ─Sí, ahí. Se alejó y ella se volvió a parar.
─Es un lunar y como todos los lunares tienes que estar pendiente de él, pero no es nada de qué preocuparse.
Se despidió y le dio las gracias. Quizás en cuatro años más si se operaría la vista o E.J ya estaría muerto y tendría que cambiar de oftalmólogo. Solo esperaba que de momento ese lunar estuviera bien quieto e inofensivo como lo había estado hasta ese momento. Quizás en cuatro años marzo para ella sería distinto.
Salió con su nueva receta en la mano y miró su teléfono. La Escritora había publicado una historia hace 4 minutos. Era un rayado en una pared que estaba pintando un caballero con una pintura que no era de un azul igual al del color original, en el centro, en la calle Prat.
Se dio cuenta que de nuevo estaba muy cerca de encontrársela. Algunas veces veía historias de esta joven en lugares en donde solía ir o en donde había estado hace una hora. Era como ver que Gabriela Mistral o cualquier otra escritora anduviese deambulando por Temuco, sacándole fotos a cosas que a ella le llamaban la atención. Ahora estaba a no más de 6 cuadras, pero ¿acaso eso estaba pasando ahora?, acaso no podía haber sido una foto de otro día que La Escritora había subido a su historia.
Decidió creer en lo primero, en que ella había estado en esa calle hacía cuatro minutos y caminó a Prat. Después de todo tenía que pasar por ahí para tomar la micro, no era un acto de psicopatía y tampoco se iría corriendo para alcanzarla. Se fue por Claro Solar, dobló por la plaza Janequeo (ex plaza de armas) y llegó a Prat. No había nadie o sí, había muchas personas, gente que iba a trabajar, gente de maletín que se tomaba un café en la cafetería del frente de Falabella, pero no gente escritora, no La Escritora.
Siguió su camino y llegó a la plaza Teodoro Schmidt, la plaza que le da la espalda al cerro Ñielol y que está siempre llena de comerciantes ambulantes. Chilenos, haitianos, venezolanos y liceanos. La plaza donde se dio hartos besos también en las madrugadas heladas en el paradero de micros, curada y con olor a cigarro, que ahora estaba dejando y cambiando por tabaco.
Estaba sacando la plata de su billetera para tomar la micro 5A. Entre tanto acomodar sus cosas se le cayó el libro que andaba trayendo. Una mano con uñas pintadas de celeste se lo entregó. Siguió mirando la mano, el brazo delgado y lo que venía con ella. Era La Escritora.
─ ¿Es bueno? todavía no lo leo
─Yo tampoco, o sea sí, o sea lo empecé ayer y tiene unas partes bien poéticas y habla de las forestales y de un hongo parece.
─Ah, ya, chao.
─Chao ─Le respondió avergonzada y se iba a subir a la micro cuando añadió ─Leí tu libro, el último, es el único que he leído.
─Oh… buena ¿y te gustó?
─Sí, de hecho, renuncié hace poco o sea no renuncié oficialmente pero no renové mi contrato y cuando lo hice me acordé del final de uno de tus cuentos.
Claro que su situación era distinta. Estaba a puertas de cumplir 28 años, no había publicado nada todavía, vivía en la casa de su mamá. Dejar un trabajo no era un acto heroico sino más bien escapar de algo y a la vez permitirse soñar con las posibilidades que tenía. Quizás eso la frustraba más, tener tantas posibilidades y aun así escoger siempre la que menos le gustaba.
─Ah, sí, el de…, ya. ¿Te gusta escribir entonces? ─Conversaron caminando por la plaza en dirección a la avenida Caupolicán. La Escritora andaba con unas zapatillas New Balance plomas gastadas de tanto caminar y un abrigo negro.
─Sí, de hecho, hace poco escribí un cuento, te lo podría mandar si quieres leerlo.
La escritora le contestó que sí y le dio su correo.
─¿Te ha gustado vivir en Temuco? A mí me carga, o sea me gusta a veces, pero cuando no me gusta es porque no me gusto yo.
─Temuco es muy oscuro y también es una ciudad muy joven. Por eso se debería escribir su historia o al menos la historia de los que viven acá.
─Es verdad, la gente de acá es como apagada, como triste siempre, pero hay harto que contar.
Llegaron a la torre Caupolicán. La observó hasta el último piso, mirando hacia arriba abriendo la boca y sonriendo. Se había despejado el día. En el paradero se estacionó una micro que le servía.
─Esa me sirve. ─Le dijo, sujetando los 180 pesos y el pase en la mano. ─Fue un gusto.
La escritora asintió y respondió mirando tímidamente hacia abajo ─Igualmente. Y Cuando la micro comenzaba a avanzar le gritó desde la vereda:
─Karla, eres una mujer joven en una ciudad joven y tienes que escribir.
Karla Manzano (1994) De Labranza, Temuco. Profesora de Lengua Castellana y Comunicación por la Universidad Católica de Temuco. Leo menos de lo que debería y cuando lo hago me gusta leer a mujeres. También la escritura autobiográfica, los diarios de vida, novelas, la música y la bicicleta.