[Cuento] Gotas lentas – Marcia Henríquez Bustamante

Tachó otro número en el calendario. Los días de la pandemia se recortaban unos sobre otros con la misma cadencia y ya sumaban quinientas piezas de un rompecabezas imposible de configurar en el tiempo.

Se levantaba al teletrabajo. Saludaba a su hijo al mediodía. Almorzar juntos se les hacía tan difícil como encontrar un tema de conversación. A menudo compartían la media hora en silencio. Entre ellos apenas se deslizaba una pregunta: ¿Quién lava?

La esposa era enfermera. Al principio estuvo quince días en casa por contacto estrecho con un médico que contrajo la enfermedad. Esas semanas él la miró con recelo, pero debía admitirlo, en realidad, no le importaba. El único rostro en que buscaba un sentido, lo veía a diario a través de la pantalla. 

No siempre coincidían en las reuniones de la empresa. ¿Cómo estás? Le preguntó un par de veces por el chat privado. Bien, escribía ella, y nada más. De mañana revisaba el correo y cada hora el whatsapp, pero ella no respondía sus mensajes. 

Todo lo vivo que lo habitaba podía resumirse en los meses previos a la pandemia. 


El día que ella ocupó el escritorio cercano al suyo, le aceleró el pulso. Desde ese instante su existencia cambió de ritmo. Inevitable hablarle. Inventarse una excusa para trabajar horas extras fue como una promesa. Llevarla hasta su casa como una garantía. Y el marido fuera de Santiago.  ¿Y por qué no una copa de vino? Y la música suave. Y la alfombra mullida. Y la manta de alpaca que cubría el sofá.

Solo esa vez, pero cada día volvía a repasarlo. 

Después ella pidió traslado de sección.


Entre cuarentenas y cambios de fase, la vida era una seguidilla de copiar pegar. Lo mismo daba si el lunes era noviembre y el miércoles, abril, porque todo seguía pareciendo marzo. El hijo seguía adherido al computador en el cuarto. La esposa estaba con turno largo de tarde. Empezaba a hacer frío. 

Rellenó media hora en la bicicleta estática y la completó levantando pesas. Tomó una ducha. A medio vestir se preparó un sándwich. Salió a la terraza y se recostó sobre la hamaca.  El día nublado amenazaba lluvia.

Entró. Sacó un permiso temporal, subió al auto y repitió el trayecto. Lo había hecho varias veces tras la compra en el supermercado. Se estacionaba cerca de la casa. Incluso una vez ella lo vio desde la ventana del segundo piso. Cruzó el dedo índice sobre los labios y negó con la cabeza. Fue algo leve, pero en su mirada, él adivinó que allí aún podía encenderse fuego.

Nunca entendió que al salir a la calle todo pareciera igual que antes. La cuarentena era un espejismo, un completo engaño. ¿Acaso todos esos autos de la carretera andaban tras la pista de una amante furtiva?, pensó. Comenzó a llover. La autopista se volvía torpe con la lluvia. Tomó la caletera.

Las gotas lentas salpicando el capó se multiplicaron sobre el parabrisas. Encendió la radio. Kenny G. Era la misma música. Le pareció una  señal. Solo cuando la lluvia optó por arreciar, activó las plumillas, pero no funcionaban.


Sin avisar, las farolas de la calle se apagaron y la noche se cerró sin ninguna complacencia. Así eran las cosas, con o sin emergencia sanitaria la ciudad obedece sus limitaciones, pensó. El panorama se le complicó. Detenerse era impensable. Lo chocarían. La caletera estaba colmada de focos de autos. El agua dispersaba esa escasa luz en una neblina fantasmal que ahogaba aún más la visión. Si había vereda, no la veía. De pronto las casas aledañas al camino desaparecieron. Las luces de los otros vehículos quedaron atrás. No tuvo más remedio que abrir la ventanilla y manejar el volante con la derecha mientras con la mano izquierda movía la plumilla. No quería volver y no podía seguir. Entonces la vio. Iba sentada a su lado. Desnuda sobre la alfombra mullida, cubierta apenas con la manta de alpaca. 

Despertó de golpe. 

No sabía si la humedad que le cubría el rostro era la llovizna fina o su propio sudor. Estaba oscuro. Entró a la casa. Se quitó la ropa húmeda, se metió a la cama y encendió la televisión. El informe del tiempo alcanzó a anunciar que se venía un temporal de los grandes cuando se cortó la luz. Escuchó al hijo enardecido porque no podría terminar la partida que estaba jugando. Murmuró una maldición: olvidó recoger el tendedero. Miró por la ventana. Alguien caminaba entre las sábanas mojadas, pensó que su esposa había regresado temprano, pero no. Era ella. Desnuda como antes, arrastraba la cobija de lana empapada de lluvia. Él corrió a la terraza, pero tropezó con la cama que estaba a mitad del pasillo.

Despertó con sed. Le dolía la cabeza. Se fue a la cocina, disolvió un xumadol en agua. Lo bebió con avidez, pero el vaso no terminaba de vaciarse. El agua corría por su barbilla e inundaba hasta la altura del lavaplatos. Desesperado abrió la puerta y desaguó hacia el living. Agotado se tendió en la alfombra. 

Ella le ayudó a despertar. Se había vestido. Se veía demasiado seria. 

¿Qué pandemia?, le dijo, después de escucharlo atónita. Esas son películas, le recordó. Me parece que necesitas ayuda, le aconsejó con suavidad cuando lo acompaño hasta el auto.

 Era tarde. Miró el reloj detrás del volante. Lo comparó con el calendario del celular. La mujer estaba por entrar a la casa. ¿Qué día es hoy? le gritó desde la ventanilla del auto.  Ella se volteó. Es viernes dijo, con impaciencia en la voz. 18 de octubre, agregó porque le pareció que él dudaba.

No se atrevió a preguntar el año. Parecería un estúpido. Si el celular y el auto coincidían en 2019, decidió que sería cosa de confirmar la fecha en el computador. 

Cuando encendió el motor comenzó a llover copiosamente. A poco andar, la avenida era un río correntoso y su auto un navío precario. 









Marcia Gloria Henríquez Bustamante. Biografía. Nació en Temuco (1961). Licenciada en Ciencias con mención en Química, por la Universidad de Chile. Doctora en Ciencias Químicas por la Universidad de Santiago de Chile, donde se desempeña como profesora por horas.  Marcia es casada. Tiene una hija y un hijo. También un pequeño jardín de su autoría.Desde el 2017, al alero de la facultad de Química y Biología ha focalizado su energía en la presentación de charlas en el área de Astrofísica. Pero su primera gran pasión es la Literatura. Algunos trabajos suyos aparecen en el libro «Ciencia en décimas para Violeta». Ha publicado dos libros de relatos en forma independiente, «Como Austenita retenida» y «De Santiago no sale»; además de un libro de divulgación científica llamado «La ruta del Big Bang. El universo en clase turista», este último con el respaldo de la Editorial de la Universidad de Santiago. Actualmente está ad portas de publicar su primera novela. Una ficción histórica ambientada en la novena región.