Poiesis
El día en que los ríos se desbordaron
y las acequias entregaron su cuota de fulgor desbaratado
y el mar quedó perplejo
por la invasión furiosa del agua
pequeñísima
como un niño enojado o una monarca rehaciéndose otra vez
hacia otra cosa, en pleno vuelo,
como un coro de niños saturando las catedrales
de pureza.
Ese día, cuando un niño en la ventana
hizo su primer poema, con los ojos, escribiendo con los ojos
en los árboles o las nubes o los cables de la luz,
sí, ese día,
cuando los lápices empezaron a incendiarse
y el tiempo dispuso un lenguaje como para concentrar el tiempo
en una sola ola, en un gesto o un suspiro
del amor.
Ese día de los vilanos dispersándose
hacia los cuatro vientos,
el día que las nubes se hicieron más densas que las capitales
y los niños hablaron al unísono
mientras tironeaban el pantalón a sus papás.
No recuerdo cuándo subió la marea, ni cómo.
Yo estaba en la playa, consultando el diario
o abriendo cuidadosamente el envoltorio de un helado.
El mar se sintió como millones de cangrejos que mordían por los pies,
luego un magma, lento, invasivo,
lleno de interrogantes y pasiones apretadas,
un cosquilleo de átomos muriéndose
a la altura de mis perplejos tobillos.
No alcancé a levantar un pie
cuando mis ojos fueron invadidos por el llanto de los girasoles
que reclamaban sedientos por una luz más viva.
El techo de las casas me pareció más pequeño,
los edificios me provocaron delirios de pánico,
oía a las calles gritar, ¡sí, oía a las calles gritar!
-¡nunca antes me había pasado eso!-
y sus gritos eran la aglomeración de los caminantes
que buscaban la ciudad sin fin.
No sé si sus gritos eran seriales o armonizados.
Era como un vocerío de una frescura irresistible en mi nuca
que me llenaba de una conmoción anhelante.
Si ahora me preguntaran lo que pienso de ese día
diría que el viento aún mueve las cortinas
cuando entra por mis ventanas sin que lo invite,
y su movimiento me revela un ritmo, una cadencia
siempre nueva,
y sin embargo
con un mismo aliento
que desde alguna parte alguien emite,
más allá del mar, al otro lado, donde las nubes nacen
o el arcoíris tiene escrito su estatuto.
El mar lo sabe. Hay restos de tinta
en las pequeñas olas de esta playa de veraneo.
¿Lo sabrán las frías conchas
que hacen barricadas en la orilla?
Mi hija me habla, jala de mi pantalón innumerables veces.
Allá mi hijo cava un hoyo, afanado:
Ni él sabe lo que busca, pero el sudor lo energiza
hacia la meta.
Despierto, me seco los ojos.
Reúno los pedazos de mi alma.
Vuelvo a mirar el mar, que en esta playa
ofrece olas muy discretas.
Pero es mar, el mar, el mismo mar
que en todos los rincones lleva
los restos ensangrentados de la gran catástrofe.
Mariposa de otoño
(escrito durante la pandemia)
El otoño puede ser luminoso y explosivo
en su silencio de cuerpo que se duerme.
No sólo por los árboles rojos y amarillos
que celebran su partida como un carnaval,
ni por el sol que mientras se aleja
en su órbita de viajero infatigable
alza su voz ardiente para decir adiós,
sino también por las sorpresas que en los ojos
de una niña pueden ser como la aparición de un ángel,
como una visita inesperada, como un regalo
envuelto en hojas secas que todavía cantan.
Tal es el caso de la mariposa amarilla
que por un segundo cruzó por los rincones de mi patio.
Una mañana cualquiera, otoñal,
bajo el sol apasionado del mediodía,
mientras hacíamos del juego
el corazón del tiempo o el sentido de la vida
mi hija y yo fuimos visitados
por el aleteo fugaz de una mariposa amarilla,
tan breve, tan delicioso, oh Dios,
tan fugitivo, un saludo apenas,
un hola y un adiós tocados al unísono
como un acorde que se abre y que descansa
y queda suspendido en el aliento
de los que miran, como si los ojos respiraran,
como si todo el secreto de la esperanza
estuviera oculto en el vuelo amarillo de una mariposa
que juega despreocupada en la suave muerte del otoño…
No podríamos decir que no lo vimos,
ni podríamos dar cuentas objetivas del suceso.
Sólo podemos testificar con nuestra risa
o con el brillo nostálgico de nuestros ojos
o con las palabras esquivas de un poema
que son como los sueños que se desvanecen al amanecer.
CARLOS
Si pudiera ponerle nombre a la amistad
la llamaría Carlos.
Carlos no llama, ni es llamado.
Carlos no insiste, ni es insistido.
Pero cuando el tiempo se entrechoca y arma taco
reuniendo en una esquina el sentido misterioso de la vida
entonces Carlos aparece, coge el teléfono o va cruzando la calle.
Así es Carlos, más o menos.
Los rincones lo conocen.
El dulce anonimato lo conoce,
la felicidad del que camina paralelo
al trajín ordinario de los acontecimientos
y que sin embargo está presente
en el sencillo saludo del que compra frutas.
La tenacidad libre ha sido su estilo
para amar.
Si lo confrontas con sus pecados
tal vez guarde silencio, se encoja o haga una mueca,
pero sigue ahí como una ola que retorna.
Si lo olvidas por muchos años
porque el ajetreo te carcome el tiempo
para hablar con los amigos al atardecer,
Carlos sigue ahí como si nada, como si ayer
hubiera sido la última conversación
sin más reproche que otras cuantas canas.
El tiempo no nos espera, los cafés se enfrían,
el sonido de las palabras sucumbe
ante el aerosol con que sanitizan los locales al cerrarlos.
Pero algo más hondo permanece, lo que no se dijo,
lo que era más verdad que el vocerío
de tanta opinión, permanece, algo
que no sabría llamar ni puedo
invocarlo a mi antojo, pero que estuvo ahí, siempre,
indiferente a lo que hablamos, riéndose
de tanta palabrería, pero ahí, vivo,
dándole memoria a las conversaciones.
Y pensar que nunca nos daremos cuenta en el momento
que el verdadero diálogo son las calladas pausas entre medio.
Andrés González Riquelme nació en Talcahuano en 1978. Estudió Español en la Universidad de Concepción, y desde el 2002 ha ejercido la docencia tanto en enseñanza media, como en educación superior. Practica la escritura de poesía desde la enseñanza media, donde recibió orientación y motivación de su profesor de Lenguaje, Carlos Molina, en el Liceo de Hombres de Concepción. Participó en diversos encuentros de lectura de poesía en sus años como estudiante, y en publicaciones colectivas junto a otros jóvenes poetas.
Casado, con dos hijos, ha asumido los roles de padre y esposo como una vocación. El 2005 marca el hito más importante para su vida, según su propia apreciación, porque fue el año en el que recibió el llamado para seguir a Cristo y dedicar su vida a la fe cristiana. Actualmente, además de ejercer docencia en Lenguaje, dedica también su esfuerzo al estudio de las Sagradas Escrituras y la teología reformada, y a la predicación y enseñanza del evangelio en una comunidad cristiana bautista.