Tuve una tía callada, sombría, con la sonrisa empujada hacia adentro, muy adentro. Su presencia era un duelo ambulante e infinito. Daba la sensación de un permanente funeral sentado a la mesa, bebiendo el café mañanero en absoluto retiro interior, lavando la ropa, limpiando la casa o plantada en la huerta como un palo de ajo inerte.
Con su mutis de claustro, la virgen lúgubre se escurría entre grietas, rincones húmedos y arcillosos, cada vez que tocaban a la puerta. Su silencio de caverna le valió la renuncia de los otros. Nadie la requirió en cumpleaños, navidades, años viejos o nuevos. La gente decía que para aguar las fiestas bastaba con invitar a Ester.
Sexta entre doce hijos. No lloró al nacer. No pidió mamar. No envidió juguetes. No sonrió jamás. Mi abuela decía que había que dejarla, porque era un alma de Dios.
Mamá me contó que a los quince recibió su primer vestido de fiesta. Era azul, nevado de estrellitas blancas. Ella y sus cuatro hermanas ladraron con la envidia prudente de la consanguinidad y porque era “alma de Dios”. La abuela celebró su experticia en materia de obsequios. No obstante, y frente a la gran cámara de mil ojos expectantes, la tía Ester solo atinó a articular: “Gracias”. Lo devolvió a la caja y lo confinó en la dimensión desconocida de la habitación del cachureo o de “Nunca Jamás”, como le llamaba el abuelo Manuel al cuartucho entre dos dormitorios que alguna vez había prestado la utilidad de baño.
Mezquina de vocablos, Ester, en un derroche de interacción comunicativa, onomatopeyizaba el mundo circundante: ¡BLUM! era “aguacero”, ¡FUUUU!, “viento norte”, “MMMMMM…”, el avioncito a duras penas por entre los cúmulos de merengue.
De alguna forma se las ingenió para subsistir en un casi total ayuno de palabras. Montada en su voto de silencio, rara vez quebrantado, y en su rictus antihilárico, la vieron saltar de la pubertad a la adolescencia, sin que su perfil de Sor Callada experimentara la más mínima transformación.
Una mañana friolenta de octubre, cuando mi tía Ester contaba con 30 años en el esqueleto, fueron testigos del “milagro” de los milagros, sin parangón alguno en el “gran anecdotario familiar gran” de andanzas, tropelías, triunfos y vergüenzas.
La oyeron cantar, reír y transitar por la casa, matizando la recta acostumbrada con circunvoluciones primaverales y requiebros caprichosos con los pies encabritados de bailarina sin tutú. Se había embutido el vestido de los quince que había recluido en la prisión de los objetos innobles. La casa olía a girasol amarillo y delicadamente aceitoso, desde la mesa de centro y el florero, ahora atiborrado de pesadas cabezas anaranjadas.
Le dijo a la abuela “Te amo”; al abuelo, “Te extraño”; a sus hermanas, “Qué bonitas están”, como si ella se hubiera ausentado por mucho y apenas estuviera regresando quién sabe de dónde, sin aventuras, ni equipaje. La casa se transformó en el palacio de la risa, en una feria de novedades exóticas con su gran atracción “Ester”.
La expectación y dicha familiar pintaron la carita feliz, luego de tantos años de desgracia. Nadie sabía qué, ni cómo, sin embargo, verla orbitar por la casa, tarareando sus canciones de juventud era un disfrute sin igual.
El abuelo calculaba gastos para celebrar el regreso de Ester. Llamaría a los tíos, las tías, primos y primas, todo el árbol genealógico hasta en sus más míseros ganchos debería acudir.
Mamá me contó que la abuela, mis tías y ella, deliraban probándose mentalmente los vestidos de fiesta que usarían por primera vez, y Ester tendría el suyo, brillante como el primer manto de escarcha endiamantada sobre la hierba.
Horneó galletas de quaker, untó panqueques tiernos y delgados con acelga, manjar y miel de palma; repasó las letras de sus voces predilectas: Cecilia, Leonardo Favio, Sandro y Rafael; y cantó, cantó y cantó hasta que los discos se frenaron con la última canción de amor.
Cuando afuera oscurecía y la materia adoptaba formas de siluetas artísticamente caprichosas, encontraron a mi tía Ester, sumergida en su pozo de ensueño, de viaje, sin aventuras, ni equipaje; con la mirada extraviada en las primeras sombras introductorias a la noche profunda, su noche.
Claudia Salgado Zúñiga (1974). Vive en Quino, pueblo a 25 k aprox., de Victoria. Estudió Pedagogía en Castellano en la Universidad de la Frontera. Actualmente, trabaja en el liceo Jorge Alessandri Rodríguez, el mismo que la formó en su adolescencia.