El viento se levaba, raso y bruñido, retozando fisgón por entre el corazón de los arrayanes, trémulos ocasos de su traveseo.
Espira, vuelo, trisca tú, vuelo leve que se leva, y trina vuelto, aerófono, caramillo.
Soltaron de sí los árboles un par de hojas alicaídas y, muertas del triscar del viento, tomaron con este su camino. Una demoró su surco en la corriente, sin fuerza ni empuje, cayendo la primera al seno de la hierba.
Liborio fraseaba consigo, ensimismado. La hoja rozó apenas su hombro, y Liborio fraseaba consigo, todavía. El campo ya helaba en las entreluces del día, día que rodaba para declinar su arrobo y caer inmenso, tras su fresca de canícula, al vagaroso surco. Algo gritó entonces el muchacho, viendo sus ojos empaparse de la primera estrella. La hoja abajo se crispó de conmoción; temió lo peor. Le vio a Liborio la mirada azorada, palideciendo sus ojos una trémula película de frente a los haces tempranos de la luna. Filo argento y tan muelle, nada hizo por el ánimo de su exasperado observante, que contenía el principio del lloro.
Mas no llora Liborio, expansión inútil. Por mejor decir, rabia. Liborio rabia, con la faz ceñuda y torva la mirada, azogue de luna clara. Maldijo y amenazó en el aire; mas al instante se burló de sí mismo. Comprendió que las cosas no podían seguir así. Amenazar en balde. Odiar en soledad, donde nadie le oyera ni supiera de su rabiar, para infundir siquiera un poco de temor, inquietar unos ojos desprevenidos.
Y es que su comportamiento en el convite fue decepcionante. Se lo repetía entonces. La música reía contenta, felices cantores; era noche de copiosa comida y sensual desplante. Corrían a ratos las parejas ceñidas, bailando la guitarra y la ranchera, trastabillando sus veces bajo el influjo de la chicha y otros licores de gualdo cuerpo. Él, en tanto, en un rincón se tenía sentado, mirando bailar a Lina con su padre. A medias llevaba bebido su vaso, que reposaba olvidado entre sus manos. Miraba tan sólo a Lina, que tanto relucían sus dientes bajo el resplandor de las luces, al tiempo que le ensimismaba la intención de bailar con ella, cuando el viejo se cansara de ostentar la falsedad de su garbo. Sin embargo, nunca se armó de la voluntad suficiente.
Acababa luego la fiesta y el viejo había dejado a su hija en manos de Heliodoro, alto mancebo que con su camisa medio abierta enseñaba orgulloso la fuerza de su pecho. Liborio, por su parte, no se había movido de la banca, con el verde pétreo de sus ojos clavado en las vueltas ritmadas que la pareja ejecutaba con arte.
Los vio bailar buen rato, girando, riendo, su mano en su cintura, fatuo. Cesó entonces la música, lloriquearon un par de borrachos melancólicos y la atmósfera adquirió los tintes imprecisos del declive. Bebió al fin su licor postergado.
Cuando se puso el camisón de dormir lo supo, convencido. Era cobarde. Y ¿a quién podría importarle un desafortunado corazón de adolescente? Un espíritu medroso no es digno de interés. Espíritu que se percibía trémulo, dudoso, ¡mas cuánto quisiera ser igualmente recibido! Pero no había en ello valor alguno. Mejor valdría rezar dos padrenuestros y dormirse de una vez. Pero sentía que la ufandad del mundo le continuaría ofendiendo, poniendo a prueba su moral. ¿Qué hacer? Debería, ¡deberá!, percibir su importancia, hacerse con los aires del mundo, volverse arrogante incluso, aunque contravenga a la naturaleza de su carácter… Pronto se sorprendió hilando de corrido tal conclusión, comprendiendo en seguida que hacía tiempo que llevaba aprehendiendo inconsciente aunque indeleblemente las maneras de quienes sienten que el mundo entero es su sitial.
Entonces lo recordó, el sentimiento que le inflamara el estado de su pasividad; el pecho habíase henchido fuerte en súbita intensión y sus ojos se tornaron crueles. Su espíritu se descubrió intrépido cuando el viejo sentara su fatiga y Lina reanudara su baile con Heliodoro.
Nada pasó, naturalmente. Pero tal sentimiento recobrado y ahora escrutado pudo envalentonar con suficiencia su dignidad. Era aquella disposición de ánimo, mejor planteada y refinada, la que debía comportar en sus futuras relaciones. Revestirse de los modos hermosos y gallardos, aquellos que deslumbran y llaman en las veladas, donde destaca verdaderamente el buen movimiento y la jovial palabra de una voz segura.
Lo cierto es que en el fondo toda la farsa la insuflaba un odio que, aunque todavía menor, venido de una acumulación de fracasos personales y de los celos últimos del baile, bien se disponía a volverse desprecio conforme mejor conociera la simpleza en lo superfluo de aquellas reuniones. Lo intuía Liborio, así como también pensó un segundo que el aburrimiento era un dominante más posible.
Como fuera, no ansiaba otra cosa que el amor de Lina. Y sin embargo sabía, ¡tormento!, en el fondo, que si volvía a verla abordada por otro joven de nada le valdría su odio reflexionado; sus esfuerzos de buen talante acabarían por derrumbarse, no importa cuánto hubiera tratado de hacerlo parte de su naturaleza. ¿Qué sería él de frente a lo auténtico? El corazón le sería siempre más honesto; y es que la plasticidad que se propusiera no sería nunca nada más que un remedo casi irónico de lo que otros son de veras. Esta consciencia descollaba por igual un leve sabor de auténtica arrogancia, por lo demás.
Con todo, la posibilidad de que las fuerzas le flaqueen ante un escenario tal laceraba su extraña determinación, y ello nada menos que gracias a una imaginación propicia a la amargura.
No, no podría falsearse concienzudamente, de partida porque no era un original y con ello carecía de un ánimo insustancial y veleidoso.
Tal fue el recorrido por el que varó su fantasía. Ni bien intentó Liborio aplicar sus conclusiones para que él mismo las entorpeciera con un mero juego de imaginación y desengaño. Sólo dejó para sí el recuerdo de su pecho insuflado, como una garantía del poder ser otro, aunque fuera cosa de un momento.
¡Ah! Canta silente el céfiro chiloense; es por cierto agudo rapsoda. Arribó la noche flébil con su pálido claror y su brisa de aguaoscura y pastorela. Isla toda, esta noche verás no sólo lavarse esta pampa y su verdura, me tendrás a mí también llovido con el agua restañando mi pena. Que ya pronto lloverá, conforme ahora el plenilunio se va coronando de bruna veladura… Y yo seré planta para cuando el agua arriba estalle. Y enraizaré, enraizaré insondable por olvidar mi tribulación en manos de la tierra y su verso añil.
Si antes la hoja temiera de sus ojos torvos, para entonces comprendió que sólo se trataba de un quebranto mundano. ¡Y cuán maldito su espíritu embebido!, que si no despotricaba airado contra las desilusiones de su especie, inspirando inquietud, quieto se quedaba luego aguardando la lluvia, como si realmente mereciera su ablución. De esta suerte le resultaba enfadosa la materia de su cuerpo encogido, que, conteniendo pusilánime ese su fondo de tanta oscura imagen, haría falta gran afán del cielo nuboso por penetrar en su fundamento.
El agua ya les calaba los cuerpos. Era sin duda Chiloé cielos cubiertos, lluvia que bien se querría sempiterna por enjalbegar de linfa pura su tierra entera, bañar materna el dolor de sus gentes, la lesión de sus pasiones y, en Liborio, la mala sangre de un pathos inficionado de temor.
Tomaría gran tiempo de hacerse y saberse planta para olvidar las frivolidades del humano acontecer, sin embargo. Despojar de sí las pretensiones y poses tan vanas como efímeras; abolir el movimiento espurio en vistas de una trascendencia vegetal.
Mas sabía Liborio que no era posible. Lo juzgaba empresa inverosímil para un espíritu que de apocado no conocía demasiadas vanidades, y por cuya inexperiencia intuía que volvería a incurrir en falsas apariencias con tal de probarse valía. Un espíritu que no tenía a bien desenvolver apropiadamente una voluntad donosa. Después de todo, sólo eran él y el murmullo de su fraseo. Sólo conatos y pasos truncos.
Así las cosas, ¿qué fuerza lo retendría para la vida eremítica? ¿Cómo sostener en la práctica lo que apenas si se atrevía a cantar? Eran él y la soledad del campo abierto. Él y la lluvia y el acre aroma de la tierra mojada.
Canto tiene tan sólo para ello, que no sentida filiación para el acto.
Una vez se secara esa madrugada bajo el techo de su casa, intentaría más tarde abordar a Heliodoro en la maderera de su abuelo. Y así, bien que mal, las cosas habrían de seguir su curso.
Matías Paredes Zúñiga (Ancud, Isla Grande de Chiloé, 1996). Escritor. Licenciado en Lengua y Literatura Hispánica con mención en Literatura por la Universidad de Chile; docente de lengua y literatura y de filosofía. Fue primer lugar en la categoría cuento del Premio Roberto Bolaño a la Creación Literaria Joven (2014) y actualmente es candidato a Magíster en Literatura Hispanoamericana Contemporánea por la Universidad Austral de Chile.