[Cuentos] Cecilia Vega Vegas

Valle de Cantaurias

Terminada la faena, después de que pasara su fiel compañero, casi tan viejo como él, Don Vicente cerró la tranca. Cansado emprendió la vuelta, ya era hora de comer y las tripas comenzaron a sonar, su paso ya no era el de antes cuando corría a casa para contarle a su viejita que la cría venía bien y que ya estaba mamando, sin embargo, apuró el tranco para comer a tiempo.

Manos en los bolsillos caminó contemplando las estrellas y pensando en el día que había tenido. Inmerso en el sonido de las cigarras y el crujir de las hojas, un soplo rozó su cara.

De pronto todo tenía sentido, comenzaba a aclarar. El canto inconfundible de los pajarillos anunciaba que el nuevo día ya se presentaba. Se sirvió un café de avellanas recién molido, se sentó a disfrutar el calor de aquel brebaje tostado y miró hacia el dormitorio. El vapor nublaba sus anteojos, pero le daba a la escena un halo misterioso, como el sol que calienta la hierba fresca por la madrugada. Su viejita estaba ahí, una luz cálida acariciaba sus arrugas mientras parecía soñar con sus narcisos.

No quería, más bien no podía dejarla ahí sola, desamparada ¿Cómo le iba a explicar? ¿Cómo podría decirle que ya no era la mujer de su vida? ¿Cómo podría hacerle entender que ya no iba a comer sus empanadas de changle cuando vinieran los nietos? Era difícil para él, quizás ella nunca se enteró, él supo lo que pasaría todo el tiempo. Su alegría de vivir y su sonrisa traviesa reflejaban un espíritu vivaz que conquistaba los corazones ¿Qué le iba a decir a sus amigas queridas? ¿Cómo le comunicaría al cura lo que había sucedido?

Revolvía su café, el más amargo en mucho tiempo y pensaba en lo difícil que se le hacía dar el paso y salir de la casa.

Era una cantauria. Cerró la puerta, tomó los narcisos y los puso en su cama, junto a su retrato. Calentó sus lentejas y se puso a comer, pero el sabor no era el mismo, sin duda su viejita las hacía mucho mejor. Al otro lado de la ventana, el lucero le hizo un guiño, pensó que era su viejita linda mirándolo desde el cielo. Cerró la cortina y se fue a dormir.



La Noche de todas las Almas

No recuerdo bien si tenía 8 o 10 años cuando por primera vez la vi, sin saber bien qué era. Nadie me creyó, obvio y aunque intentaron hacerme creer que era una de mis fantasías, yo sabía que la había visto, con sus ojos rojos fulgurantes que se clavaron ahí en mi memoria.

Como buen monaguillo, llegaba varias horas antes a la iglesia y mientras el cura terminaba de orientar a mis compañeros más grandes yo pasaba largos ratos escalando las bancas, tratando de sacar monedas de las alcancías y jugando bajo el presbiterio, fue ahí que entre las tablas del suelo la vi, la migala me sintió y se escurrió furiosa hasta lo más oscuro.

Toda la gente que estábamos reunidos en el Abraham Lincoln, los únicos que no habíamos sido infectados, nos teníamos que someter mensualmente al examen de rigor donde monseñor Corley y su aparato se cercioraban de que las cosas marchaban bien y no recordásemos nada.

Por algún extraño motivo, el aparato no funcionaba conmigo. A veces pienso que todas esas tardes que metí hostias por las rendijas del piso para, según yo, alimentar a la pobre criatura; surtieron efecto y su maldición no cayó en mis hombros.

Yo recuerdo todo. Recuerdo cómo la alimaña pantanosa inundó los hogares de las personas. El regalo perfecto para navidad, graduación, cumpleaños. Una vez, incluso, supe de un hombre que sorprendió a su amada con el regalo para que esta se convirtiera en su esposa, la mujer cayó rendida a sus pies.

En un par de meses el pedestal que antes descansaba la biblia de la casa, en el arrimo donde se ponía la tele o en el lugar más privilegiado de la casa, las familias tenían ahora a este ser hipnótico que lo sabía todo, que tenía la verdad prima.

La ausencia de los fieles pronto preocupó a las autoridades del clero que escuchaban domingo a domingo el retumbar del eco de sus sermones que se metía entre los recovecos de los ropajes de las figuras que hieráticas contemplaban el triste espectáculo.

Rápidamente el Gran Concilio se reunió. Esta vez no resistirían otro periodo ilustrado, por lo tanto, no dudaron en tomar medidas. Sacaron de sus arcas algunos lingotes y contrataron a los mejores efectistas para que bajo la perfecta dirección de Steven Spielberg bajaran del cielo a un nuevo Mesías que anunciara algunas pestes y castigos. Como era de esperar, la buena nueva corrió como la pólvora. El, ya conocido, temor a dios hizo a los cristianos y no tan cristianos correr en círculos y ante el irrefutable espectáculo divino hasta los ateos se fueron a refugiar a los edificios que la Santa Madre Iglesia había dispuesto para sus hijos necesitados.

La mígala ya no tenía oídos que la escucharan. Confundida y desorientada buscó cobijo nuevamente en el pillán. El calor que había en su interior la hizo sentir cómoda para dormir un par de siglos más.

Hoy se conmemora La Noche de Todas las Almas, el día en que el Mesías dio una nueva oportunidad a la humanidad. Bueno, es lo que ellos celebran y yo les sigo la corriente, al fin y al cabo, tenemos que seguir trabajando igual.

Del Mesías no se supo más, escuché del loquito del 1205 que le pagaron una brutalidad de dinero, que no alcanzó ni a gastar porque a la semana siguiente de su gran venida, los agentes hicieron lo suyo. Le sacaron un par de buenas fotos, imprimieron un manto con su rostro y lo enviaron a dormir con los peces.




Cecilia Vega Vegas. Aficionada a las letras y a los pigmentos, nacida y malcriada en Temuco indómito. Nació por allá por los 80’s de manera oficial, pero renace cada día.